sábado, 20 de abril de 2013

CONTESTUALIZACION LITERARIA 254

COMO    YA    ES   HABITUAL   DESDE  HACE   4  AÑOS,   EN  MIS   BLOG,S

HAGO   UNA  NUEVA    CONSTESTUALIZACION  LITERARIA,   MUY  FORMAL,   Y   

COMO  Y  HAGO  ULTIMAMENTE   

TAMBIEN  UTILIZO    LO  ARTICULOS  DE   
· 
El perro Moro y los jilgueros.” Por Max.

Había tenido una mala experiencia con aquel perro vagabundo, al final me había dejado un poso amargo. Por su pelo reluciente y color negro azabache, no dudé en bautizar con el nombre de “Moro”. Sin saber como apareció de improviso por el barrio del Río, con su aire de huérfano abandonado, pronto pasó a formar parte de mi existencia, lo adopté como nuevo compañero de juegos y fatigas. Desde entonces –aunque por poco tiempo- fue mi fiel escudero de aventuras y excursiones. Con sus orejotas caídas y sus ojos de mirar tierno, daba el pego de no haber acosado ni a un gato, en su perruna vida. 


La verdad es que tampoco había indagado el pedigrí del chucho callejero, ni pedido demasiadas referencias, si acaso procuré que pasase lo más desapercibido posible, temeroso que en cualquier momento apareciese su antiguo y legítimo dueño, y se lo llevase. Me propuse enseñarlo a cazar, aunque no tuviese mucha idea de lo que hacer para conseguirlo, pero… el muy tunante no era todo el trigo limpio que debiera, sabía más de lo que aparentaba, se traía una doble vida en secreto. 

Al poco, una tarde al recuento de última hora, la abuela se encontró con una gallina de menos, como es lógico pagó las culpas la malvada rapiega, que sin duda acechaba a todas horas con la peor de las intenciones a las ponedoras. Un par de jornadas después, fue una tía la que contó la desaparición de uno de sus pitos de caleya, que engordaba con la sana intención de celebrar la fiesta del pueblo, con una sabrosa pitanza.

Bien es verdad que en el ínterin, se dieron unas confusas señales que de por sí vinieron a acrecentar las preliminares dudas y sospechas, habida cuenta que se encontraron ensangrentadas unas piedras, con restos de plumas esparcidas, por la alcantarilla donde desaguaba el molino. El abuelo con la mosca detrás de la oreja, se propuso vigilar el sigiloso proceder del taimado zorro o del bicho que fuere el culpable. Se extremaron las medidas de seguridad, pasando toda una semana sin que se consumaran más delitos contra la integridad de los animales de la quintana.

El Moro se integraba juguetón y parecía sentirse feliz en su nueva morada, aunque había notado que cuando jugábamos al pie del cercado, donde los conejos correteaban a su libre albedrío, quedaba en suspenso, interrumpía las carreras y permanecía quieto mirando embelesado en la distancia, con las orejas poco menos que tiesas, las espantadas de los gazapos. Su proceder lo achacaba a la lógica curiosidad, aunque por si acaso, trataba de hacerle comprender que igual que en casa no se podía entrar con sus normalmente sucias patonas –eran dominios de la abuela y de los mininos- aquello también era terreno prohibido y estos pequeños y saltarines animalejos, la niña de los ojos de los días feriados del abuelo.

Una tarde de primavera, el chucho quedó como siempre a la puerta de la vivienda, en el descansillo de entrada, sobre la fría losa de piedra, junto con las madreñas, esperando que yo diese buena cuenta de la merienda, previamente había tenido la precaución de suministrarle un hueso para que se entretuviese royendo algo, así fue como quedo echado, con las patas extendidas, dando mordiscos al par que chupando el jugo al hueso del jamón. Si bien esa plazoleta elevada era un buen observatorio del cercado de los conejos, eso no justifica el dejarse llevar por la tentación, ni la masacre sobrevenida sin más ni más, poco después. 

Estaba a punto de limpiar con el descolorido rodillo de la abuela, el cerco dejado en los morros por el sabroso chocolate de la tarde, cuando de pronto, sentí fuera una gran algarabía, salí presuroso y: ¡Oh maldición! El Moro estaba dentro del recinto prohibido y con inusitada saña se dedicaba a perseguir los gazapos y darles fieras dentelladas, en un santiamén había producido una verdadera escabechina, hasta media docena de conejos estiraban la pata sembrados por el recinto. Les daba un bocado y después zarandeaba la cabeza hasta destrozarlos.

Por la noche el abuelo dictó sentencia inapelable: 

— En los pueblos, los perros que llegan a matar alguna gallina o conejo, deben ser sacrificados, ya que se envizcan con la sangre, y su despierto instinto depredador, no les permitirá dejar de atacar a esos animales.

De poco sirvieron mis alegatos en aras de darle una nueva oportunidad, ni las promesas de mantenerlo controlado, aparte que no se había demostrado con certeza, que hubiese sido el inculpado, el autor material de las anteriores desapariciones de las gallináceas, bien es cierto que abundaban los indicios, y el viejo era partidario de adjudicárselas y cargar al Moro con el mochuelo. No fue posible el perdón y fue ejecutado sin confesión ni remisión, al amanecer.

Pasé unos días bastante mustio y cariacontecido, por la pérdida del fiel compañero y debo confesar que hasta alguna que otra lágrima había rodado por mi mejilla. Cuando ya comenzaba a teñirse de luto alivio el recuerdo del ajusticiado, descubrí casualmente en el cierre de la pomarada, un nido donde una pareja de jilgueros atendían solícitos a dos crías recién salidas del cascarón, y me dije: Ya que ahora no tengo perro ¿Por qué no meter en una jaula a los jilguerinos, criarlos y tenerlos como mascota? Aparte de lo bien que cantan. Estaba seguro que el abuelo no se atrevería a negarse, pese a que siempre había sostenido que los pájaros nunca deberían estar enjaulados.

Ni corto ni perezoso al día siguiente bajé una vieja jaula que permanecía oxidada y olvidada, colgada de una viga del techo del molino, la limpié con esmero de las telas de araña y del pegajoso polvo de harina, y con las mismas me encaminé al cierre de la cercana finca. Dispuse el nido con sumo cuidado dentro de la mazmorra y sujeté esta con una cuerda a la rama más gruesa del bardial, procurando quedase suspendida a la misma altura, era digno de ver el delicado y redondo cuenco, hecho de hierbajos por afuera y plumón por dentro, con aquellos dos picos abiertos asomando por los lados, en cuanto acudían los solícitos jilgueros a cebarlos.

Como era de esperar los padres siguieron alimentando a los pajarillos, y estos creciendo de día en día, cada poco acudía a ver como estaban, temiendo que algún gato llambión le diese por escalar y acercarse, resultando un peligro. Cuando juzgué que ya se alimentaban por si mismos, decidí el traslado del emplumado tesoro, al molino, que distaba escasos cincuenta metros de aquel bardial

Al poco, los tiernos pajarillos, ya casi se vestían con los vivos colores de sus padres, estaba orgullos de lo bien que se criaban, aunque pensaba que eran un poco desagradecidos, pese a mantenerlos a cuerpo de rey, parecían volar con rabia, se estrellaban contra los barrotes e intentaban recobrar la libertad como fuese. La jaula lucía colgada en el portal del molino, les alimentaba solícito con granos de escanda que distraía de una fardela donde la tenía guardada la abuela, así como harina de maíz, y migas de pan mojadas en leche.

El abuelo los veía y aunque disfrutaba de verme contento y olvidado del percance del perro, no solía comentar nada, si acaso cuando insistía en tirarle de la lengua, me decía: que estuviese preparado ya que el día menos pensado podrían aparecer muertos. Seguramente pasaba ganas de abrirles la jaula, aunque creo que al fin se reprimió y decidió que aprendiese una lección por mi mismo.

Era otoño y comenzaba a enfriar el tiempo, recuerdo que los jilgueros llevaban unos días alborotados, se juntaba un nutrido grupo de ellos en los hilos que iban de palo a palo y trían la luz eléctrica, situado mismo de frente al portal donde estaba colgada la jaula. Seguramente planeaban la larga travesía de regreso a las tierras más calidas de África.

Como todos los días después de levantarme bajé al molino a ver las mascotas, la sorpresa me dejó anonadado y con los ojos como platos, en el suelo de la jaula estaban los jilgueros como tiesos, recuerdo que levanté la vista y contemplé como un hilo del tendido eléctrico estaba ocupado por cientos de jilgueros que parecían estar de velorio. Ahora fue el abuelo quien me dio la explicación sin pedírsela:

— Seguramente sus padres los envenenaron con alguna yerba antes de irse, prefirieron darles muerte que dejarlos enjaulados muriendo poco a poco de pena de verlos marchar.

Y de seguido lo recalcó: 

— Ya lo sabes ¡jamás se te ocurra meter un jilguero que nació libre, en una jaula! ¡Por que nunca va cantar y sí morir de pena, o ser sacrificado por sus padres!

Fin.


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