lunes, 18 de marzo de 2013

ESPAÑA PODRIDA Y SIN FUTURO


El impulso espontáneo que caracteriza a la naturaleza humana resulta insuficiente si el hombre no cuenta con la ayuda de otro hombre, por tanto de un mínimo reducto social, que depende de su inteligencia. Y la sociedad tampoco se mantiene sin medidas de orden público, políticas, pues hay “comportamientos antisociales”. Por eso crea el hombre la polis y dicta pautas de conducta, leyes. Son la base del sistema democrático, gobierno o maestría del lugar que habita el pueblo.
España parece el único estado europeo que remueve continuamente este fundamento, como necesitada de subsanar la deficiencia de origen e inventarse los fármacos que alivien los síntomas de la enfermedad. Quien oiga y lea las constantes intenciones de separatismo e independencia al norte y este del país; quien observe los usos particulares de la representación democrática y leyes, del Derecho que fundamenta el Estado en su sur y centro; quien sume la cantidad ingente de dinero público robado, extorsionado, evadido, mal gestionado por agentes sociales y políticos desde que somos una democracia moderna; quien sufra el paro vergonzoso y la falta de iniciativas mientras el sistema monetario negocia el dinero y la vida; quien contemple, en fin, la banalización de las instituciones públicas, el uso frívolo de la palabra y el sarcasmo de la razón -el Logos de la polis griega, de donde procedemos-, se asombrará, pues subsiste, de la inmensa riqueza humana que atesora este país denominado España y de la inteligencia natural de sus habitantes para subsistir y vivir noblemente a pesar del estado enfermo de su política.

Cabe preguntarse entonces si Ortega y Gasset tendrá razón o si hay otra causa intermedia que explique el estado actual de la “res publica”, como denominaron los romanos al tema político derivado de la instauración democrática. Esa resistencia solo la explica el tesón de la naturaleza misma del hombre sometido a situaciones extremas, el ahorro de años anteriores y los conocimientos asentados en su fondo histórico. Al ahorro pertenece el sudor de padres y abuelos en una dictadura oficialmente larga que fue amoldándose al devenir del cambio social europeo como consecuencia de la emigración, por una parte, del turismo, por otra, y del trabajo en mar y campo, fundamentalmente. Los conocimientos, precarios en muchos aspectos, se asentaban, sin embargo, en el hondo caudal humanista que la historia intelectual de España creó tanto en épocas de esplendor como de ocaso. Hasta en estas últimas hubo siempre notables mentes críticas.
El gran déficit intelectual de la España moderna fue el técnico, incapaz de sustituir la espada por el tiralíneas, la pólvora por el vapor o fusión del átomo y de convertir la energía del agua en luz eléctrica. Se hizo feudataria de todas las innovaciones industriales y de la termodinámica. Y en ello seguimos, pues hasta los tornillos tienen patente extranjera.
Se echaba en falta el ritmo europeo, la desconexión con Europa. El advenimiento democrático se impuso hace treinta años ese vínculo, entre otras cosas para evitar una involución política. Se cumplió el deseo y en ello estamos, aunque, a decir verdad, se encontró en el camino con la previsión de los líderes europeos para el futuro de este continente, pues no tendría sentido una Unión Europea sin la España que había sido uno de sus imperios y guarda aún las rutas de acceso a América del Sur y tiene frontera natural con Francia, Portugal y África. Era como una indicación de destino. Formar parte del tronco histórico de Europa y orientarnos a América y África con la colaboración portuguesa.
Del fondo histórico nos queda cada vez menos. Y las fronteras indicadas parecen alejarse, unas por la distancia y nueva orientación del orden mundial, otras por carencia de visión futura y vivir casi de espaldas a los deseos del norte africano. América se desentiende poco a poco de España desde que, paradójicamente, es Europa. Y en África nunca supimos entrever las necesidades que nosotros mismos sufrimos ni los recursos que pudieran proporcionarnos las fronteras con proyectos internacionales. Y Portugal, qué eco llega de este país hermano de lengua y geografía más allá de la crisis común que nos invade. Ni Galicia, fuente y matriz de su idioma, se entera.
Las revueltas actuales de los países norafricanos son un grito de libertad y ansia de vida noble. Influyen en ellas las nuevas tecnologías, sin duda, pero también la experiencia de la emigración en Europa y del turismo europeo en África. Lo mismo que sucedió en nuestro país. Solo que ahora ya no hay sitio ni puestos de trabajo para cinco millones de emigrantes posibles, número que aumentan quienes huyen y llegan de allá afamados. Ni siquiera existe ya el concepto de emigrante para un español en un país europeo. Se supone que producimos para ofrecer trabajo a ciudadanos propios y de esas fronteras. Para eso nos dio Europa millones y millones de euros durante más de treinta años. ¿Dónde están los bienes de equipo, industrias, empresas, centros de inversión y planificación a gran escala?
Allende los mares, Mediterráneo, Atlántico, Índico. ¿Por qué? Porque allí es más barata la mano de obra, más sencillo formalizar contratos y ser, sobre todo, mediadores de intereses internacionales, armas incluidas. Y porque los bancos siguen a los empresarios o los promueven. La Banca es uno de los sectores más floridos, mientras que las Cajas de Ahorros, pensadas inicialmente para el pueblo y sus necesidades, se debilitan, recurren al patrimonio nacional, el oro, o son absorbidas por el concepto monetario.
Sorprende el silencio de algunos asesores y expertos internacionales con experiencia de gobierno, el hasta hace poco tiempo ministro español de Asuntos Exteriores, el primer presidente socialista de España, el ex alto comisario europeo de política internacional, amigos oficiales de la Liga Árabe, visitantes ilustres de Túnez, Libia, Marruecos, países americanos. Y más sorpresa aún cuando estallan bombas, retumban cañones, bulle la logística adinerada.
Al cesar la ayuda económica europea a España, vino el desfondamiento y afloraron los malos usos de una democracia incipiente y todavía frágil. Las subcontratas de subcontratos de contratos de los Juegos Olímpicos y la Exposición Internacional de Sevilla, de los fastos del Descubrimiento de América, de la expansión del adjetivo español con nuestra lengua en nombre de Cervantes, la Caja de la Seguridad Social, menguaron, se desvanecieron. Quedan las manos del trabajo oficial y encubierto, la administración, los servicios, el turismo, bienvenido sea y más con la crisis africana, el ahorro cada vez más mermado, un cuarenta por ciento de la juventud sin oficio ni beneficio, jubilados de horizonte incierto y un sistema político de lujo con variantes clónicas de Estado. Y aquel eco independista que resuena periódico.
El sector más deficiente es, con todo, el educativo. Los conocimientos. La crisis laboral afecta antes al cerebro que al bolsillo. Se consiguió una formalidad administrativa también de lujo. Se extendió la enseñanza a todos los sectores. Y sin embargo, el nivel docente empeora día en día sin que nadie lo remedie. Y a pesar de las nuevas tecnologías instaladas en todos los centros. La educación española vive un formalismo carente de sustancia y sobrado de burguesía embobada. El sistema no tiene energía y motivación creadora. Confía en las máquinas y la imagen digital el esfuerzo que el estudio requiere para activar las neuronas. Impone una frecuencia lumínica de estudio que, en vez de alumbrar los circuitos cerebrales, oscurece paradójicamente el silencio y reflexión que requiere el desarrollo de la energía intelectual. La rapidez del instrumento técnico, maravilloso por otra parte, el marco y la hipercodificación se convierten en categoría y relegan la formación a segundo plano. Merma la matriz imaginaria del intelecto en un mundo de fantasía inútil.
Las nuevas tecnologías producen la ilusión de que el conocimiento está al alcance de la mano y de que es nuestro al pulsar un botón o pronunciar una palabra, como si brotara espontáneamente dentro de nosotros en ese mismo instante. Algunos docentes llegan a decir incluso que se acabó el estudio tradicional y la función clásica del profesor. Los temas de conocimiento están en la cámara blanca, que es calco y paradigma por excelencia del cerebro propio. Al abrirla, entramos en el recóndito, silencioso y esplendente mundo de la inteligencia y sus creaciones.
¿Qué duda cabe de que resulta así en cierto modo? Otra cosa es el rendimiento de la energía de estudio al procesar estos sistemas y confundir la propia con la suya. Sin orientación adecuada, se pierde el horizonte de la categoría. Y la tentación de llenar con imágenes el silencio del espacio y tiempo reflexivo es enorme. Todo lo que conozcamos ha de ser luminoso, vigente, por antiguo o histórico que fuera. Este valor de presencia continua, ya sin parpadeos, produce un efecto peligroso de vibración plana y sin relieve. Se olvida con más facilidad lo telemático que lo leído y más lo asimilado con ojo de pantalla que con letra impresa. Por eso las tablas digitales buscan el formato y ambiente del libro. La imagen blanca fija la mental del concepto.
Una consecuencia inmediata del presente continuo es reconvertir el conocimiento en píldora de historia y reducirlo a esquema o apunte escueto. Lo interpreta muy bien un colaborador de prensa notable, Vicente Verdú: “La historia que se halla en marcha arrasa la oratoria y la lectura, impone el mensaje breve, la música pop y la imagen, desdeña el pensamiento en beneficio de la información y camina hacia la práctica y no la teoría”. Y lo dice criticando a la par que alumnos de primero de Bachillerato tengan por modelos de lectura La Celestina, El Lazarillo de Tormes o El Buscón, tres obras clásicas de los siglos XV, XVI y XVII, ejemplos ilustres de escritura breve, riqueza psicológica e imagen mental aguda. ¿Diría lo mismo de un cuadro o composición musical de esa época?
Otro resultado de la inmersión telemática del conocimiento es la merma de tensión intelectual, argumentativa, en el proceso de estudio. El articulista citado observa también, y es criterio extendido en sectores de la sociedad actual española, que “El alumno pierde interés por la lectura pero, a la vez, respeto por el maestro que le ordena asumir un argumento y un lenguaje del siglo XVII”. Son ésas, precisamente, obras que resaltan el ingenio espontáneo de la vida y condenan la usura que de ella hacen las instancias del poder social constituido.
Tales observaciones olvidan que una obra resulta clásica por su actualidad constante. Revela en todo tiempo el valor presente que suple y cura la deficiencia espontánea de la naturaleza humana. Descubre algo más profundo. Su inclinación social, que es la del pensamiento. Lo dice Wilhelm von Humboldt. Cuando las obras ya no prenden en la fluencia de la vida, pierden interés y pasan al registro historiográfico. La historiografía es tal vez el campo más excelso de nuestra cultura. Y a esto se refiere, creo, la crítica de Vicente Verdú. Con razón en ello, pues el almacén de la memoria infundada seca la frescura del ingenio.
Lo más dañino, sin embargo, de esta urgencia mediática es el virus que se cuela de vez en cuando en pantalla y en el artículo condicionado por el esquema digital del marco. Así, por ejemplo, esta otra frase del mismo escritor sincopada por crasis mental de conectores sintácticos, en el fondo argumentativos: “Ciertamente hoy se habla mal y muy mal. Y se habla sobre todo pésimamente a como se hablaba a comienzos del siglo XX”. Le sucede a cualquiera, pero tal vez sea un reflejo pop de urgencia mediática.
El hombre necesita del pasado, afirma Ortega y Gasset, y adapta a él su memoria “para orientarse en la selva de posibilidades problemáticas que constituye el porvenir”. Tal es su presente clásico: resolver el problema del futuro que todo presente tiene delante de sí. Y en España vivimos más a Lázaro, Celestina o don Pablos que al bueno e iluso don Alonso Quijano.
Nuestra enfermedad es de viveza aguda ante la deficiencia constitutiva que sentimos como Estado. Y son éstas cuestiones, diría seguramente el pensador cervantino, que trascienden la opinión pública, aunque dependan hoy, añadimos, de la imagen pantalla. Todo lo que no venga mediado por su irradiación, no estimula. Entorpece la espontaneidad urgida del presente. Su espejo habla claro.

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