jueves, 17 de enero de 2013

de palos


      CADENAS   Y   PALOS    DADOS     A     GOLPE     DE   DUREZA    ENTRE   PALMERAS   

                                                               capitulo  5,   ((  seleccion  ))

Vendo aquí carbón de monte, 
me echo de nuevo a los llanos;
hago un alto en Jovellanos
y oigo cantar a un sinsonte.
Sigo rumbo a otro horizonte,
vuelvo a un ingenio a la brega; 
otro lance, otra refriega 
y otras nuevas desventuras.
¡Ah, qué copas de amarguras
sin ir por tierra manchega!


A Palos, término de Nueva Paz, llegué en otro tren de caña. Palos, como el paradero anterior, no era en realidad un pueblo. Antes fue una hacienda, al parecer del Conde de Jaruco, un cacicón fernandino, y eran barriadas que iban naciendo al paso del viejo tren de Villanueva, cuya inquietud también marchaba conmigo.

Hice un alto en Palos con la esperanza de colocarme en alguna tienda de telas de las que se improvisaban aprovechándose del paso del tren, y de la vida de los ingenios cercanos. De Nueva Paz llegaban muchos hombres a caballo como si fueran a tomar Palos, guajiros con machete y revólver. Mi imaginación corría hacia atrás y hasta pensé si serían aquellos héroes insurrectos que combatieron en Nueva Paz con los españoles, sometiendo a sangre y fuego casas y haciendas, el cerro y la llanura. Pero de Nueva Paz venían y eran personas de paz a hacer sus compras en Palos.

Recorrí las pequeñas tiendas de tejidos, en cuyos portales bailaban al aire los trajes, hechos y la tira bordada; pero no había ocupación en mi oficio. Ya salía del pueblo, cuando me hizo señal un paisano desde la puerta de su bodega. El pueblo era entonces pequeñísimo y en menos que se cuenta todos se enteraron de que andaba un muchacho español buscando trabajo.

—¿Quieres colocarte?

—A eso vengo.

—Pasa.

Y pasé. Pero no era tienda de ropa. Era una bodega que hedía a bacalao y a "raspadura" de azúcar por los cuatro costados.

—¿Traes alguna carta?

—No.

—No importa. Tienes cara de honrado.

Yo me emocioné mucho y a poco más hago "pucheros", humedeciéndoseme los ojos. Y me emocioné porque siendo escasísimos los niños emigrantes que salían ladrones, a todos los trataban como tales y sin un pariente o una carta de recomendación de una casa de crédito, la colocación para nosotros era casi imposible en aquellos años de Cuba. De tal modo agradecí sus palabras, que acepté trabajar en una- tienda de comestibles, siendo para mí odioso el trabajo de estas "bodegas", especialmente en La Habana donde cada bodeguero es una especie de Cristo de barriada, en el que se clavan todos los insultos de la muchachería y hasta de los mozalbetes a los que sirven los vasos de agua gratis y en vez de darles las gracias, los llaman "gallegos", les tiran piedras y hasta les mientan la madre. Temía yo que ésto sucediera en Palos, no me aguantase e hiciese otra de las mías. Me equivoqué. Los parroquianos de Palos eran de mejor ley.

Me sentía yo muy a gusto en aquella bodega. Le di al paisano los pocos pesos que llevaba, para que me los guardase, y empecé mis faenas. Era yo el único dependiente, la casa empezaba a nacer y el dueño, un buen hombre de mediana edad, cambiaba conmigo las horas de trabajo. Cuando él trabajaba, yo descansaba, menos en las horas de mucho despacho. Entonces trabajábamos mano a mano los dos y las faenas, siendo rudas y largas, me parecían alegres y cortas.

Nos alimentábamos bien. A la hora de comer, el paisano me echaba de la sartén al plato unos filetes de buena carne, tiernos y mayúsculos, artillados de papas fritas, de plátanos verdes o madu¬ros, sin que faltasen el arroz con frijoles y el buen café carretero. Me sentía yo en el Paraíso.

Muy de mañana, apenas se abría la tienda, venían las mujeres, casi todas mulatas y negritas, a comprar el carbón de leña que el dueño adquiría en grandes cantidades, traídas sobre sus jamelgos por los campesinos desde los cerros vecinos. Era un carbón magnífico, se daba barato, nunca faltaba y la casa tenía más crédito por el carbón que por los "féferes", que es como llaman en Cuba a los alimentos. Era un gozo para mí despachar el carbón por arrobas entre aquellas negritas que se deshacían en carcajadas de buena ley, en confianzas sanotas, madrugadoras y frescas como las propias madrugadas de Palos. La brisa de la mañana me llenaba también de ánimos, antes de que llegase el sol que amodorra y fatiga. Yo me manchaba de carbón, reía como las negras y gozaba siendo otro negro entre negras. El dueño reía como un bendito viendo cómo yo trabajaba y complacía a la clientela. Pasada aquella balumba de las carboneritas, a las que metíamos también en la jaba o en los matules los comestibles del día, el dueño y yo nos desayunábamos a lo gordo, sin que faltasen el par de huevos con jamón, el café con leche y los panes y a veces las costillas de puerco o de ternera.

Pero no hay día claro que no acabe en sombra y la sombra anuncia la noche. Llevaba yo allí un par de semanas con mi alegría ruidosa como la de las negras, cuando el dueño, con palabras tímidas pero bien sobrepesadas, me llevó a la trastienda y me dijo, tratándome de usted:

—Estoy muy satisfecho de su trabajo. Todos pagan por aquí dieciocho pesos. Yo le he puesto un sueldo de veintidós. ¿Está conforme?

—Conforme y agradecidísimo.

Meditó un momento, se rascó la mollera y prosiguió: 

—Bueno. Sabrá usted que en la casa no hay cocinero. Estamos empezando y no dá para más. Estas dos semanas cociné yo para usted. Ahora cocinaremos uno cada semana.

—Lo siento, señor, que usted haya cocinado para mí. Lo ignoraba o quise ignorarlo, pues me di cuenta a última hora. Pero yo no vine a Cuba para ser cocinero. No es orgullo. Vea que despacho carbón y si hay que cargar, lo cargo. Pero en mi tierra ni cociné, ni fui por agua a la fuente por creer esas faenas propias de mujeres. Busque otro dependiente, que yo me voy

—¿Me he portado mal con usted?

—Demasiado bien. Y por eso me duele la marcha. Créame que lo recordaré siempre con gratitud.

Estuve dos días más trabajando en la casa, se enteraban de mi marcha y las negritas, blancas y mulatas, ponían caras compungidas. Se iba el dependiente de "La Azucena". Nadie las trataba mejor ni despachaba el carbón rápidamente y con el peso completo, sin trampa en la báscula, diciéndoles palabras bonitas, como el dependiente de "La Azucena". Y yo era el dependiente de "La Azucena", vendedor de la sal, carbón de leña, cajas, de guayaba y azúcar prieta.

Me eché al hombro mis trapos y mi biblioteca y caí en Jovellanos. Allí gasté todo el dinero, oí cantar en una palma de la estación a un sinsonte en la madrugada; me quité los zapatos, me até las alpargatas de camino y el hatillo al hombro con el traje nuevo que me compré en Jovellanos, una estaca al brazo para apoyarme y el de "pata de cabra" en la cintura, caminé, caminé por los rieles hasta tener a mi vista la-estación de Cárdenas.

Antes de llegar a la estación, me metí en un cañaveral y cambié la ropa de camino, un traje muy viejo, por el nuevo que compré en Jovellanos. Me puse las botas, el cuello, la corbata, cambié la gorra por el sombrero, hice un bulto de lo viejo me lo eché al brazo y entré en Cárdenas como un ciudadano que ha venido en el tren y en coche de primera.

Para este cambio de facha que después lo tomé como costumbre al entrar a los pueblos y villas, tenía yo un motivo especial. A pesar de la lira, yo no renunciaba a la yarda. Quería entreverar uno con otro, lo material con lo espiritual, defenderme en la vida con el trabajo y hacerme de una cultura.

En Cárdenas estaba Manolín, al que yo creí un gran amigo Precisamente fue él quien me dio la noticia de la muerte de mi madre, el que me la confirmó, después de aquel traje negro que me puso el pariente en La Habana. Manolín era el hijo del Alcalde de mi pueblo, habíamos ido juntos de cortejo y robado melones en las noches de luna. Manolín trabajaba en "La Lucha", una gran tienda de la ciudad por donde entró Narciso López, precursor de la Independencia de Cuba. Era el encargado de la tienda y acabó por casarse con la hija del dueño. Ya estaba en camino de hacer fortuna y la hizo. De tres a cuatro años más que yo, fue también conmigo a la escuela de noche. Acudió como testigo de defensa en aquel lance sangriento que yo sostuve con "El Rata". Vinimos juntos en el barco. El jugó al monte todo lo que traía. Y lo perdió. Llegó a La Habana. Además de las cartas de juego, perdió las que traía para el pariente y no sabía dónde estaba. Le hablé a mi tío y por esto que hablé, se le albergó en "La Granada", hasta que apareció el pariente de Manolín, establecido en El Perico. Manolín se fue para El Perico y siempre me escribía como un gran amigo y compañero de escuela. Yo le contaría mi drama y él era mi esperanza en la noche de Cárdenas.

Lo hallé muy currutaco con la tijera en la mano. Era sastre cortador. Por lo presumido y no tonto, tenía gran partido entre las mujeres y le decían "Llarini", en recuerdo de un chulo famoso que fue muerto en La Habana por otros chulos franceses. Pero mi esperanza se quebró. "Llarini" me recibió muy pomposo, aparentando afecto, pero en frío en cuanto le hablé de que llegaba a Cárdenas para trabajar en tejidos. Hablaba en recelón como si tuviese espías, aunque todo era teatro; tomó unas pesetas del cajón, me llevó a la acera de enfrente, donde estaba y aún se encuentra la plaza, y me invitó a café. Aún se usaba bigote, se lo retorció muy presumido y me echó este jarro de agua en el espíritu.

—Has hecho mal en venir. Por aquí no hay nada. Imposible que te coloques.

Todo ésto era curarse en salud, creyéndome del todo derrotado. Le di el bulto de mi ropa y de mis libros para que me los guardase. Erré por la ciudad y a la caída de la tarde, volví a tomar el bulto, lo abrí y le dije:

—Guárdame ahí esos libros.

No me preguntó si me iba o si me quedaba. En donde pude, me quité mi ropa nueva, volví a ponerme la vieja y, entre el día y la noche, salí de la ciudad de los cangrejos, apartándolos con el palo, hacia dos ingenios vecinos. Seguí el rumbo de las luces que brillaban a lo lejos. Uno era "El Progreso" y otro el "Central Dos Rosas". Pernocté en el segundo y al día siguiente trabajaba yo en el "Central Dos Rosas", como ayudante de mecánico sin saber una papa de ello. Seguía el "tiempo muerto" y seguían los ingenios preparándose para la zafra.

Colgaba yo, muy orondo, mi chaqueta, mi saco, que dicen en Cuba, "majagua" cuando es de mejor ley y se luce en un cuerpo rumboso, de un clavo grueso que sobresalía en una de las columnas del interior del ingenio. Estábamos arreglando los filtros y limpiándolos de la vieja cachaza. El que hacía de maestro conmigo, era hombre grave y honrado, enseñándome con toda paciencia las cosas que yo aseguraba olvidar, debido a que hacía tiempo que no trabajaba en la mecánica. Eran combinaciones fáciles y los pocos días que trabajé en el "Central Dos Rosas", cumplí a maravilla. Ya me decían "El Asturiano", me pedían versos para las novias y me rodeaba de afectos. Pero la dicha dura poco, aun sudando la gota gorda en aquella especie de trapiche que no llegaba a ingenio grande. Resultaba, dentro del trabajo rudo, mi suerte demasiado grata para ser duradera.

En el ingenio había un mulatazo, muy fuerte, bellaco y lenguaraz, que hacía lo que le daba en gana, insultaba y se "fajaba" por quítame allá estas pajas, sin que nadie osara detenerlo. Era muy fuerte y ancho, más claro que obscuro, tendría unos veinte años y gustaba de lucir sus músculos de boxeador, desnudo de cintura arriba. Quisquilloso y abusivo, al menor contratiempo, echaba la lengua a pacer por el terreno de las madres, ponía los brazos en tensión y los puños hacia la nariz del prójimo:

—Estas son mis mollejas.

Abría unos ojos saltones, relampagueantes, como los toros bravos para los que no hay trapo que no se lleven en el cuerno. Reía a borbotones como una olla en el fuego. Se mofaba de Dios es Cristo y decían que era ladrón. Fuese lo que fuese, en el ingenio le tenían miedo o aparentaban tenérselo. Buscaba camorra y no la encontraba

Un día, cuando sonó la sirena del ingenio, fui por mi chaqueta y vi que me faltaba la cartera. Para mí era sagrada, no sólo porque iba dentro un retrato de mujer, un, amor del camino, sino porque era aquella que me regalaron al partir del pueblo, con estas letras doradas: "Recuerdo de Gijón". Faltaban también unos centavos y algunos versos en borradores. Lo último me importaba poco y lo primero mucho. Comenté el caso con los demás obreros y me dijeron que habían visto al mulatazo recreándose en el retrato y que después lo había hecho pedazos. No indagué más. Atravesé el patio del ingenio hasta la fonda, con otros compañeros de trabajo. Y no comí. Todos se sentaron frente a una mesa larga, menos yo. A los pocos minutos vi que llegaba el mulato con su chaqueta al hombro y el medio cuerpo desnudo. Entre el ingenio y la fonda había grandes montones de leña que habría de quemarse en el ingenio. Fui al encuentro del mulato y apenas le reclamé, tiró el saco, dio un salto atrás, se apoderó de uno de aquellos troncos y vino hacia mí, mientras que yo avanzaba hacia él. Había un sol que abrasaba. Saltaba él y saltaba yo y éramos como dos gallos de pelea. La gente dejó de comer y salió al umbral de la fonda para ver la lucha. Me fui derecho sobre él, cuchillo en mano y mi chaqueta enrollada en el otro brazo. Me quité el golpe con un brazo y le largué una cuchillada directa al estómago. Soltó la gruesa estaca, se llevó la mano al vientre, encogiéndoselo, como si fuera a hacer aguas mayores. Reculó, me dio la espalda y echó a correr, primero por el ingenio y después por los sembrados de caña. Yo iba tras de él, con su propia estaca que recogí del suelo en una mano y en la otra el de "pata de cabra". Corría, gritaba y pedía auxilio. Así nos alejamos más de medio kilómetro, corría más que un corzo y yo, que iba detrás, enumerándole toda la parentela, no le alcanzaba. Los trabajadores, que eran como doscientos, se subían al techo del ingenio y al de la fonda, que era de zinc, para ver qué pasaba en la distancia entre el galgo y la pieza. Pero la pieza corría más que el galgo.

Lo perdí de vista y di la vuelta, tiré la estaca y guardé el hierro en la cintura. Cuando llegué a la fonda del ingenio, todos me miraban asombrados y algunos me felicitaban por lo bajo, especialmente la gente moza. Pero mi maestro de mecánica y dos hombres, también graves y de edad madura, se acercaron a mí y me dijeron:

—Es necesario que te vayas si no quieres caer en una emboscada. Ese ya ha hecho muchas, muy pocas cara a cara y de todas sale bien.

—¿Le tenéis miedo?

Sacó el pecho uno y me dijo:

—Miedo, ninguno. Es más traidor que una zorra y más cobarde que una garceta, pero todo lo que tiene de grande lo tiene de malo. Por aquí lo aguantamos porque se asegura que es hijo natural de uno de los fundadores del ingenio. Y así debe ser, porque el mulato es medio blanconazo.
Entré en el barracón y comí de mala gana. Los tres hombres, mientras que comía, me daban un consejo por cada bocado.

—Además —sentenció uno—, dará parte a la Guardia Rural. No lo pueden ver, pero como es quien es, perderías el pleito aún con nuestra defensa.

Me convencieron. Dos trabajadores, que también llevaban su cuchillo en la cintura, me acompañaron todo el camino hasta que estuve a la vista de Cárdenas y allí me dejaron, no sin que antes, de entre unos muros requemados que también parecían de ingenio, dejara de salir a nuestro paso la Guardia Rural. Uno de mis acompañantes habló con ella y los guardias me miraron muy serios, como
ceñudos. Como el mulato no había aparecido y no había llegado el parte, me dejaron el paso sin actuar y yo creo que se alegraron por lo mucho que el mulato les daba quehacer; quizás por fuerzas mayores, no lo habían colgado ya de una guásima.

Antes de despedirme de mis amigos, como no era día de paga y no pude cobrar, les regalé los cartones perforados por el listero y que los cobrasen ellos para sí. A cambio, me dieron unos centavos que no llegaban a un día de trabajo. No tenían más y los agradecí.

Me despedí de aquellos buenos hombres, saludé a la Guardia Rural y llegué a Cárdenas en la atardecida.

Me presenté a Manolín, que seguía cortando camisas. Le conté el caso y puso cara, en apariencia, compungida. Volví a insistir sobre si había trabajo por allí en alguna tienda y no me dio ni esperanza. No me quedaba otro remedio que partir. Quiso invitarme a café, en la misma plaza de enfrente, y no lo quise:

—Dame ese bulto.

Sacó del estante; trasero a él, abrumado de irlanda "Mané" —que estaba entonces de moda— y era una tela excelente, los libros y me los entregó. Entre aquellos libros llevaba yo las poesías de Gabriel y Galán, que era mi predilecto por lo terruñero y que había muerto precisamente en 1905, año en que yo partí de Asturias para La Habana.

En el momento de despedirme, Manolín abrió el cajón y me puso sobre el mostrador dos pesetas. Se me puso un nudo en la garganta, volví la cara, creo que vertí una lágrima, una sola, agarré la moneda y se la tiré a la cara.

—¡Pero, oye, hombre! 

—No oigo nada.

Salí de la tienda y partí. Erraba por las calles sin saber hacia dónde. Andaba como un autómata con mi ropilla y mis libros al hombro en busca de la estación para salir de Cárdenas. Pregunté muchas veces por la estación, me la señalaban y yo no la veía. En realidad, estando en tierra y entre cangrejos, que allí andan por las calles como conejos amansados, yo era una barca al garete. Por fin, en el camino de la estación me paré a ver unos cartelones de teatro que anunciaban la función de la noche en un tendejón de al lado. Era una pareja de cow boys norteamericanos, una mujer y un hombre en una escena escalofriante a grandes colores, sobre todo para los niños. La mujer servía d© blanco y el hombre le iba quitando a tiros de rifle varios huevos de la cabeza y de las manos. En otro cartelón, tiraba la mujer y el hombre mostraba una cachimba en la boca. Esta cachimba se la hacía tres pedazos de tres tiros, quedándole en los labios el último pedazo tan pequeño, que se veía que la bala tenía, que haber pasado rozándole la boca. Debajo de este cartelón norteamericano, se decía que se le darían treinta dólares al espectador que en la primera función de la tarde subiese a la escena y se dejase quitar a tiros la cachimba, sirviéndole de blanco a la mujer. Hay que agregar que si el retrato del hombre metía miedo por lo hosco, el de la mujer, que vestía un traje como las bailarinas de Java, tenía los ojos, grandes, fúlgidos, desorbitados, en los que se reflejaba el espanto. Al parecer, no era para menos. Pero yo no estaba para espantos y comenté con unos muchachos desarrapados que miraban boquiabiertos aquellos cartelones:

—Eso lo hago yo.

—¿Qué es lo que haces tú?

—Salir esta tarde a que me quiten la cachimba de la boca con los tres disparos.

—¿Tú, ta loco, chico?

—Nada de loco. Supongo que tiren bien.

—¿Y si te matan?

—Si me matan, uno se muere. Y no se muere más que una vez.

Aquel grupo de muchachos, descalzos y sucios, con el pelo alborotado y los ojos listos, me miraban como a un héroe. Corrieron la voz entre los demás y a los pocos minutos era yo un capitán con cincuenta soldados a mi vera. Ya no miraban los cartelones. Me miraban a mí y se decían unos a otros:

—Esté es el que va a salir.

Me aseguraban que ya iban en las doce o trece funciones y nadie se atrevía a subir al escenario y ponerse la cachimba en la boca.

—Pues, yo me atrevo.

Uno de los mayores, quizás dudando de mi hazaña, me dijo:

—Acaban de entrar y ahora empiezan los ensayos.
El barracón estaba cerrado por la parte de la calle. Inquirí:

—¿Por dónde se entra?

—Por la parte de atrás del teatro.

Me abrí paso entre mis cincuenta admiradores, atravesé un pasillo destartalado y llegué al escenario. Los artistas estaban en los camerinos y me salió al paso su representante, que era un verdadero clown vestido de negro, con un bombín; la tez muy blanca, muy cargado de cejas y una voz hueca y bronca que quería ser apocalíptica. Hablaba castellano y se comprende que era un trotatierras de nuestra lengua que había estado algún tiempo en los Estados Unidos. Me miró fingiendo asombro y miró después a la cuadrilla que me acompañaba:

—Y esos, ¿qué son?

—Mis testigos.


Ya no valían trucos, ni podían hacer de mete-miedos. De la comedia, si es que la había, se pasaba al drama. Había que tirar en serio y con buen pulso. Ahora era yo "El Hombre de la Cachimba".

El clown, que de tan blanco que era parecía de cal, dentro de un traje funerario, arrugó el ceño, se dio un golpe en el bombín hasta metérselo en las orejas, mordió la pipa que llevaba en la boca, entró en el camerino y salió con la señora del tiro al blanco, que era de gesto duro y no fea. Tendría unos treinta años y hablaba horriblemente en español algunas palabras. Salió también el hombre del rifle:

—¡Oh!, usted ser muy nervioso.

—Eso no es cuenta de ustedes. 

—Y si le dagmos en la cara?

—Desfiguración de rostro. 

—¿Y si lo magtamos? 

—Asesinato.
Artistas y representante se miraron unos a otros con ojos de inteligencia, mientras mis cincuenta admiradores no decían ni pío, mirándose unos a otros, tomándome por un héroe que me adueñaba de la plaza. Si hubieran sabido historia, me hubieran confundido con Narciso López, con Antonio Maceo o con el generalísimo Máximo Gómez. Pero los muchachos no sabían historia y yo era un gigante que iba a asombrar al mundo con mi hazaña. 

El representante aún ahuecó la voz y me dijo:

—¿Está usted decidido? 

—Decidido.

—La función comienza a las siete.

—A las siete en punto yo estaré en el escenario. 

Me dispuse a partir, seguido de aquellos muchachos desarrapados. Pero antes de llegar a la calle, el representante me llamó, haciéndome un ademán con la cachimba en la mano.

Los muchachos se quedaron fuera y yo entré. Me propuso darme veinte dólares, en vez de treinta, siempre que no acudiera a la función y desapareciera de la ciudad.

Lo medité. Por una parte, me molestaba quedar por cobardón. Pero por la otra, eso es lo que yo quería: desaparecer de Cárdenas donde creía tener un amigo, trabajar en el comercio y no acabar de peón de acarreo en el "Central Dos Rosas". 

—Aceptado —le dije. Agarré los veinte dólares, me despedí de aquel clown vestido de negro y salí a la calle. Allí me esperaban los muchachos desarrapados.

—¿Qué pasó, chico?

—Que me han adelantado parte del dinero. Síganme.

Seguí yo por aquella calle de Cárdenas, una de las más anchas, llegué a un café, cambié los veinte dólares y pedí cinco en monedas de cinco y de diez centavos. Salí a la1 puerta del café y lo fui repartiendo entre los muchachos. Me daban vivas como si fuese un candidato a diputado o el futuro alcalde de Cárdenas. Todos se fueron desparramando y yo me quedé en el café hinchándome de sandwichs con jamón y queso y un par de cervezas. Pero ya con el estómago lleno, me di cuenta de que estaba la noche encima, que se acercaba la hora de la función y que yo había dado mi palabra de no aparecer en el teatro. Era necesario abandonar la ciudad y corrí a la estación. Quise subir a un tren y se rieron de mí. El de San Antón había partido a no sé qué hora y el que salía al día siguiente llevaba el rumbo de Jovellanos.

Con el hatillo al hombro, me fui a las afueras de la estación por el mismo ferrocarril que iba a San Antón. Cuando dejé atrás las últimas casas y el humo de las locomotoras, me interné en la manigua, corté un palo cualquiera y volví al camino. La noche era plena, con alguna estrella desperdigada, y yo me iba alumbrando por el brillo de los rieles y caminando sobre ellos. Hasta que me di cuenta de que me era imposible seguir porque a cada rato caía de bruces, tropezando con algo. Eran los dichosos cangrejos que se echaban a dormir sobre los rieles, buscando el fresco de la noche y, en realidad, tontos de remate. Porque yo resbalaba sobre ellos y me caía, pero pasaba el tren y los trituraba. Entonces comprendí por qué durante el día contemplaba yo por todas partes cangrejos muertos a montones, la caparazón seca y las antenas desperdigadas.


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