Aquella noche el cansancio le rendía. Sentía su mente densa y pesada como un pedazo de plomo y los pensamientos, huidizos, escapaban juguetones hasta los oscuros sótanos de su memoria. Tenía los ojos embotados igual que su cerebro, que había trocado aquel fino y transparente cristal en una especie de oscuro humor vítreo: oleaginoso y demasiado flexible para ser convenientemente modelado por los delicados artificios del lenguaje. Mientras, su boca naufragaba inmersa en un desagradable sabor a metal ácido, con el que se quedó mientras se sumergía poco a poco en un profundo y extraño sueño. Y allí se encontraba. Solo; porque ex profeso había ideado una meticulosa estrategia para poder lograr la solución definitiva. ¿Qué secreto guardaba en su hermético corazón, qué no pudiera compartir abiertamente con ella? Y como no tenía, por decisión propia, con quién compartirlo; y como no podía hacer otra cosa que morderse los labios, decidió poner fin a tan terrible tortura relatándole en una breve carta todo aquello que le quemaba por dentro.
“Querida mía: Siento tal congoja en mi corazón que el alma, helada como está, se me desborda en un río de amargas lágrimas sin fin. Soy un traidor para nuestro imposible amor, el más odioso y miserable de todos los seres que habitan en esta tierra; pero hoy mi boca no puede callar por más tiempo y debo contarte todo lo que hasta ahora te he ocultado. Pon máxima atención a mis palabras porque a través de ellas entrarás en el secreto mundo de este desalmado que ahora soy: Nunca te quise, ni podré quererte jamás. No estamos hecho el uno para el otro; aunque hayamos aprendido a respetarnos porque el destino nos ha unido, tal vez en contra de nuestra propia voluntad. Nacimos y moriremos sin amarnos y nuestros sueños, a lo sumo, hallarán tal vez cumplida realización en algún cruce de caminos, en otra de las muchas vidas que existen paralelas a ésta. Sin embargo, y a pesar de todo, he de decirte que te necesito.
Tuyo para siempre…”
“Querida mía: Siento tal congoja en mi corazón que el alma, helada como está, se me desborda en un río de amargas lágrimas sin fin. Soy un traidor para nuestro imposible amor, el más odioso y miserable de todos los seres que habitan en esta tierra; pero hoy mi boca no puede callar por más tiempo y debo contarte todo lo que hasta ahora te he ocultado. Pon máxima atención a mis palabras porque a través de ellas entrarás en el secreto mundo de este desalmado que ahora soy: Nunca te quise, ni podré quererte jamás. No estamos hecho el uno para el otro; aunque hayamos aprendido a respetarnos porque el destino nos ha unido, tal vez en contra de nuestra propia voluntad. Nacimos y moriremos sin amarnos y nuestros sueños, a lo sumo, hallarán tal vez cumplida realización en algún cruce de caminos, en otra de las muchas vidas que existen paralelas a ésta. Sin embargo, y a pesar de todo, he de decirte que te necesito.
Tuyo para siempre…”
Y excitado, tal vez por la dura experiencia, justo en el momento en que concluía la redacción de la carta, despertó de súbito y pudo comprobar que había estado soñando. Todo permanecía en su sitio, como siempre; cada cosa en su lugar y ella dormía placidamente junto a él en el mismo lecho. Por suerte –pensó, sin meditarlo demasiado- no había sido más que una desagradable pesadilla.
En su pecho se agolpó de pronto la congoja, que creció como un perverso verdugo, que aplicó silenciosamente la mayor de las torturas imaginables. Bajó hasta el jardín en flor y contempló sus rosas que ascendían hermosas en pos de la naciente primavera. Acarició con una infinita ternura a su perro Valiente, acto que el noble animal reflejó en sus ojos. Y a sus queridos amigos, los pajarillos del alto ciprés del otro lado de la calle, saludó por última vez. Todas estas cosas hizo casi sin pensar, antes de dirigirse a su angosto despacho donde guardaba, a buen recaudo, un pequeño revólver comprado en una venta ilegal que cuidadosamente había cargado la noche anterior. Se desplazó como un autómata hasta el pequeño cajón, el único que tenía la mesita donde ordenaba los pagos y las cuentas de su negocio de quincalla y en un gesto absolutamente mecánico lo alzó, le quitó el seguro, y colocándolo suavemente sobre su sien izquierda se descerrajó un tiro que le hizo primero tambalearse y luego caer fulminado al suelo; dándole tiempo, sin embargo, de anteceder su propio final en unos infinitesimales destellos en los que su cerebro rebobinó el carrete de su vida desde su nacimiento hasta su muerte. Y así, en apenas diez minutos, resolvió primero y puso luego fin a su trágica existencia.
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