miércoles, 11 de abril de 2012

EL SUFRIMIENTO HUMANO

Por una parte existe el dolor físico, que siempre se produce por alguna razón y nos aporta alguna enseñanza, y por otra, el sufrimiento o el dolor psicológico. El sufrimiento tiene su origen en la propia reacción ante los hechos y no en la realidad de lo que está ocurriendo. No lo produce la realidad, sino la mente en la que se arraiga el deseo, la exigencia, los prejuicios, los miedos, etc. Por ejemplo, si vamos al campo, llueve y nos enfadamos, la causa del enfado no está en la lluvia, sino en la propia reacción, porque se han contrariado los propios planes y deseos. Si se tienen problemas quiere decir que se vive dormido. Uno mismo crea los problemas. La realidad sólo plantea dificultades que es preciso resolver. Si vemos que el sufrimiento que nos aflige lo producimos nosotros mismos y no los demás, quiere decir que estamos despertando. Cuando nos veamos cansados de sufrir, ese será un buen momento para despertar.



Queremos que el sufrimiento se alivie, se aleje, se elimine mediante una explicación. Y esto, indudablemente, no ofrece la comprensión del sufrimiento. No es lo mejor establecer como fin hacer desaparecer el sufrimiento, pues esto no es más que un movimiento más de nuestra propia mente, siempre limitada y condicionada. Si desarrollamos la suficiente madurez como para comprender el deseo de huir del sufrimiento comenzamos a comprender cuál es su contenido, qué es lo que nos quiere enseñar. Es muy importante comprender este punto.

Todos experimentamos dolor. Si queremos podemos analizarlo y explicar por qué sufrimos, podemos leer libros sobre el tema o ir a la iglesia, y pronto sabremos algo acerca del dolor. Pero no estamos hablando de eso, hablamos del fin del dolor. El fin del dolor empieza cuando nos enfrentamos a los hechos psicológicos que tienen lugar dentro de nosotros, y estamos por completo alertas, de instante en instante, a todas las implicaciones de esos hechos. Esto significa no escapar jamás del hecho de que uno sufre, no racionalizarlo ni ofrecer opinión alguna al respecto, sino vivir completamente con ese hecho. Pero la mayoría de nosotros no es consciente de nada. No somos conscientes de nuestros amigos, de nuestra esposa, de nuestros hijos ni de los continuos movimientos sutiles que se producen en nuestro interior.

Para comprender es necesario amar. Para comprender el dolor debemos amarlo, debemos ser conscientes de él. Si queremos comprender algo -a nuestro vecino, esposa, o a cualquier relación-, si queremos comprender algo completamente, necesitamos estar muy cerca de ello. Es preciso llegar a ello sin reparo alguno, sin prejuicio, condena o repulsión, tenemos que mirarlo sin condicionamientos. Debemos ser conscientes de la persona o de la situación, lo cual implica que debemos amarla. De igual manera, si queremos comprender el dolor, debemos amarlo, debemos ser conscientes de él. Pero no podemos hacerlo porque escapamos del sufrimiento mediante explicaciones, teorías, esperanzas y postergaciones, todo lo cual constituye un proceso de verbalización. Así pues, las palabras y la mente me impiden ser conscientes del dolor y de todas las cosas. 


Por otra parte ocurre que nos habituamos a vivir con el dolor, y esto nos impide ser uno con él. Vivir con algo o con alguien y no habituarse a ello requiere una energía enorme, una percepción alerta que impida a nuestra mente embotarse.

De igual manera, el sufrimiento embota la mente si nos acostumbramos a él. Y casi todos nos acostumbramos a él. Pero no es necesario que nos habituemos al sufrimiento. Éste es una perturbación en diferentes niveles de la persona, en el físico y en los distintos niveles del subconsciente. Es una forma aguda de perturbación que nos disgusta. Nuestro hijo ha muerto o se ha marchado. Habíamos erigido en torno a él todas nuestras esperanzas; o en torno a nuestra hija, o de nuestro esposo, o de lo que sea. Lo teníamos en un altar, junto a todas las cosas que deseábamos que él fuera; o hemos tenido un compañero y de pronto se ha ido, ya conocemos todo eso. A esta perturbación le llamamos sufrimiento.

Al no gustarnos el sufrimiento y desear escapar de él comenzamos a preguntarnos por las razones de por qué sufrimos y, a continuación, justificamos nuestro sufrimiento. Nos decimos a nosotros mismos todos lo que queríamos a esa persona o a esa posesión que hemos perdido e inconscientemente tratamos de encontrar un escape en las palabras y en las creencias. Todo ello opera en nosotros como un narcótico.

Pero si no hacemos esto, si no escapamos mediante el pensamiento sencillamente sucede que captamos el sufrimiento, pero no como una cosa distinta de nosotros mismos, no como observadores que observan el sufrimiento, sino que éste forma parte de nosotros mismos, es decir, la totalidad de nosotros mismos sufre. Entonces podemos seguir el movimiento del dolor y ver hacia dónde nos conduce. Si captamos de esta manera el dolor es seguro que nos revela su sentido, su razón, el por qué aparece en nuestra vida.

Entonces veremos que hemos puesto el énfasis en el ego, no en la persona, cosa o situación que amamos y se ha ido. Aquella persona, cosa o situación, servía para ocultarnos nuestro propio sufrimiento, para evitar viéramos lo que hay en realidad en nuestro interior, la soledad y el infortunio.

En realidad nos menospreciamos pensando que no somos nada, que no tenemos valor, y creemos que mediante las personas y las cosas somos “algo”. Por eso lloramos, porque cuando terminan nos encontramos solos y abandonados, no lloramos porque se hayan ido.

Es muy difícil llegar a este punto de comprensión. Realmente es difícil reconocerlo y no decir simplemente, "estoy solo ¿Cómo podré librarme de esta la soledad?", lo cual es otra forma de huida, sino ser consciente de este vacío, mantenerse en él y ver su movimiento. Si dejamos que el sufrimiento se manifieste y nos revele su significado, vemos que sufrimos porque estamos perdidos y que se nos exige prestar atención a algo que no queremos mirar. Se nos impone algo que nos resistimos a ver y comprender.

Innumerables personas y organizaciones están dispuestas para ayudarnos a huir y evadirnos. Todas llamadas "religiosas", con sus creencias y sus dogmas, con sus esperanzas y sus fantasías. "Es la voluntad de Dios" "es el Karma". Todos nos brindan una salida, bien lo sabemos.

Si podemos permanecer con el dolor y no apartarlo de nosotros, ni tratar de negarlo, lo único que existe, entonces, es el sentimiento de intenso dolor, en el que nuestra mente se encuentra en silencio. El dolor es una realidad y no una mera palabra, porque aquí la palabra no tiene sentido. El dolor existe respecto a una imagen, a una experiencia, respecto a algo que poseemos o no poseemos. De modo que el dolor está en relación con algo. Es decir, tan sólo sufrimos en relación con algo. El sufrimiento no puede existir por sí solo, así como el temor tampoco puede existir por sí solo, sino siempre en relación con algo, con un individuo, con un incidente, con un sentimiento, etc. Ahora ya nos podemos dar plena cuenta de cómo opera el sufrimiento en nuestra vida.

El sufrimiento no distinto de nosotros, en realidad no somos simplemente el observador que capta el sufrimiento, sino que nosotros mismos somos ese sufrimiento. Cuando no hay un observador que sufre el sufrimiento no es diferente de nosotros, somos el sufrimiento. Entonces no estamos separados del dolor, sino que somos el dolor. Ya no le evaluamos, no le juzgamos ni le damos nombre y, por lo tanto, no le rechazamos. Somos ese dolor, sencillamente somos ese sufrimiento, esa sensación de agonía. Cuando somos eso, cuando no le tememos, cuando somos uno con el dolor, no hay nada que hacer.

Entonces ocurre en nosotros una transformación radical. Ya no existe el "yo sufro", porque no hay ego que sufra, y el ego sufre porque nunca nos hemos parado a examinar lo que es el ego. Sólo vivimos de palabra en palabra, de reacción en reacción. Jamás decimos "veamos qué es eso que sufre". Y no lo podemos ver por que miramos con intereses y con disciplina.

Debemos mirar con espontánea comprensión. Entonces veremos lo que llamamos "dolor” y “sufrimiento", veremos que lo que queremos evitar se ha desvanecido. Si en nuestra relación con el sentimiento de dolor no lo consideramos como "algo" aparte de nosotros, no hay problema. Pero en el momento en que consideramos al dolor como "algo" separado de nosotros mismos, sí que surge el problema. Mientras tratamos el sufrimiento como algo fuera de nosotros -sufrimos porque hemos perdido a nuestro hermano, porque no tenemos dinero, por esto o por aquello-, establecemos una relación con ese algo, y esa relación es ficticia. Pero si somos esa cosa, si vemos completamente el hecho, entonces todo se transforma, todo tiene un significado diferente. Entonces existe atención total, atención integrada, y aquello que se considera en su totalidad se comprende y se disuelve. Y así no hay temor y, por lo tanto, la palabra "sufrimiento" resulta que no existe.

Sólo si no establecemos relaciones ficticias con el dolor, si somos el dolor, si vemos el hecho de nuestro sufrimiento, entonces todo el tema se transforma, adquiere un significado por completo diferente. Entonces hay atención plena, y aquello que es observado en su totalidad, es comprendido y disuelto; por lo tanto la palabra dolor no existe.

No es complicado permitir que el sufrimiento se disipe. Las ideas actúan como un escape; las ideas que se han convertido en creencias impiden el vivir completo, la acción completa, el ver lo que es. Son como el árbol que impide ver el bosque. Sólo se puede vivir de forma plena cuando existe un conocimiento propio cada vez más amplio y profundo... más abierto.

Cultivamos la mente haciéndola cada vez más ingeniosa, cada vez más sutil, más astuta, menos sincera y más tortuosa e incapaz de afrontar los hechos. Y cuando desde el centro -el ego- se mira dentro del sufrimiento, lo que hay es sufrimiento, únicamente eso.

La incapacidad de observar es la que da origen al sufrimiento. Cuando se percibe desde el ego esa observación que se obtiene es muy restringida, muy estrecha, muy trivial; y eso engendra sufrimiento. Sabemos que el dolor está ahí; es un hecho, y no hay nada más que conocer. Todos tenemos que vivir con el dolor. En uno mismo y en todas partes se ve sufrimiento, ignorancia y desconcierto. Pero la solución a esta situación se encuentra en investigarnos a nosotros mismos y a todo los que nos rodea, en ver la realidad de las cosas, en ser totalmente conscientes de ellas y obrar adecuadamente.



***


¿Cuál es el significado del dolor, del sufrimiento?
El dolor físico tiene un significado, es producido por alguna razón, pero ahora nos referiremos al sufrimiento psicológico.

¿Por qué deseamos descubrirlo, por qué queremos averiguar la razón por la que sufrimos?
Cuando nos hacemos la pregunta "¿por qué sufro?" y buscamos la causa del sufrimiento, ¿no huimos del sufrimiento? ¿no lo evitamos? El hecho es que sufro; pero en el momento en que la mente se ocupa del sufrimiento y digo ¿por qué?, ya he "aguado", disminuido, la intensidad del sufrimiento.
Queremos que el sufrimiento se alivie, se aleje, se elimine mediante una explicación. Y esto, indudablemente, no brinda la comprensión del sufrimiento. Si me libro, pues, de este deseo de huir del sufrimiento, empiezo a comprender cuál es su contenido.
Es muy importante comprender este punto.

¿Qué es el sufrimiento?
El sufrimiento es una perturbación en diferentes niveles de la persona: en el físico y en los distintos niveles del subconsciente. Es una forma aguda de perturbación que nos disgusta. Mi hijo ha muerto o se ha marchado. Había erigido en torno a él todas mis esperanzas; o en torno a mi hija, o de mi esposo, o de lo que sea. Lo tenía en un altar, junto a todas las cosas que deseaba que él fuera; o lo he tenido por compañero y de pronto se ha ido, ya conocéis todo eso. A esta perturbación le llamo sufrimiento.

¿Cómo respondemos, normalmente, ante el sufrimiento?
Al no gustarnos el sufrimiento decimos: "¿por qué sufro?", "lo amaba tanto", "él era esto" y "yo tenía aquello"... tratamos de encontrar un escape en las palabras, en los títulos, en las creencias. Todo ello opera en nosotros como un narcótico.

¿Qué sucede si no hacemos esto, si no escapamos mediante el pensamiento?
Sencillamente sucede que capto el sufrimiento, no como una cosa distinta de mí, no como un observador que observa el sufrimiento, sino que éste forma parte de mí mismo, es decir, la totalidad de mí mismo sufre. Entonces podemos seguir el movimiento del dolor, ver a dónde conduce. Si capto de esta manera el dolor es seguro que nos revela su sentido, su razón, el por qué aparece en nuestra vida.
Entonces veremos que hemos puesto énfasis en el "yo", no en la persona a quien amo y se ha ido.  Aquella persona, o aquella situación, servía para ocultarnos de nuestro propio sufrimiento, para evitar ver lo que hay en realidad en nuestro interior: la soledad y el infortunio.
Como yo no soy "algo", esperaba que él lo fuese. Aquello ya terminó; estoy abandonado, perdido, solo. Sin él o ella, o aquel estado, nada soy. Por eso lloro. No es que se haya ido; es que estoy abandonado, es que estoy sólo.
Es muy difícil llegar a este punto ¿verdad? Realmente es difícil reconocerlo, y no decir simplemente, "estoy solo ¿cómo podré librarme de esta la soledad?", lo cual es otra forma de huida, sino ser consciente de este vacío, mantenerse en él, ver su movimiento.
Así, gradualmente, si dejamos que el sufrimiento se manifieste y revele su significado, vemos que sufrimos porque estamos perdidos y que se nos exige prestar atención a algo que no queremos mirar. Se nos impone algo que nos resistimos a ver y comprender.
Por otro lado vemos que existen innumerables personas y situaciones para ayudarnos a huir, y evadirnos; miles de personas llamadas "religiosas", con sus creencias y sus dogmas, con sus esperanzas y fantasías. "Es la voluntad de Dios" "es el Karma"; todos nos brindan una salida, bien lo sabemos.

Pero si podemos permanecer con el dolor y no apartarlo de nosotros, ni tratar de negarlo, ¿Qué ocurre? ¿cuál es el estado de nuestra mente cuando sigue de este modo el proceso del sufrimiento?
Lo único que existe, entonces, es el sentimiento de intenso dolor. Y nuestra mente existe en silencio.
El dolor es una realidad y no una mera palabra, la palabra no tiene sentido.
El dolor existe respecto a una imagen, a una experiencia, a algo que poseemos o no poseemos. De modo que el dolor está en relación con algo.
Es decir, cuando hay sufrimiento, éste tan sólo existe en relación con algo. No puede existir por sí solo, así como el temor tampoco puede existir por sí solo, sino en relación con algo: un individuo, un incidente, un sentimiento...
Ahora ya nos podemos dar plena cuenta de cómo opera el sufrimiento en nuestra vida.

¿Es ese sufrimiento distinto de nosotros, y por lo tanto somos simplemente el observador que capta el sufrimiento, o nosotros mismos somos ese sufrimiento?
Cuando no hay un observador que sufre el sufrimiento no es diferente de nosotros, somos el sufrimiento. No estamos separados del dolor, somos el dolor.
Así, de esta forma no se le evalúa, no se le juzga, no se le da nombre y, por lo tanto, no se le rechaza: somos ese dolor, simplemente somos ese sufrimiento, esa sensación de agonía. Entonces, cuando somos eso, cuando no le tememos, cuando somos uno con el dolor, no hay nada que hacer.
Ha ocurrido una transformación radical en la persona. Ya no existe el "yo sufro", porque no hay "yo" que sufra, y el "yo" sufre porque nunca nos hemos parado a examinar lo que es el "yo". Sólo vivimos de palabra en palabra, de reacción en reacción. Jamás decimos "veamos qué es eso que sufre". Y normalmente no lo podemos ver por que miramos con intereses y con disciplina.
Debemos mirar mirar con espontánea comprensión. Entonces veremos lo que llamamos "dolor y sufrimiento", veremos que lo que queremos evitar se ha desvanecido.
Si en mi relación con el sentimiento de dolor no lo considero como "algo" aparte de mí, no hay problema. Pero en el momento en que considero al dolor como "algo" separado de mí, sí que hay problema. Mientras trato el sufrimiento como algo fuera de mí (sufro porque he perdido a mi hermano, porque no tengo dinero, por esto o por aquello), establezco una relación con ese algo, y esa relación es ficticia. Pero si soy esa cosa, si veo completamente el hecho, entonces todo se transforma, todo tiene un significado diferente. Entonces existe atención total, atención integrada; y aquello que se considera en su totalidad se comprende, y se disuelve, y así no hay temor, y, por lo tanto, la palabra "sufrimiento" resulta inexistente.


***


F-38.gif (345 bytes)Todos experimentamos dolor. Si queremos podemos analizarlo y explicar por qué sufrimos, podemos leer libros sobre el tema o ir a la iglesia, y pronto sabremos algo acerca del dolor. Pero no estamos hablando de eso: hablamos del fin del dolor.
El conocimiento no pone fin al dolor. El fin del dolor empieza cuando nos enfrentamos a los hechos psicológicos que tienen lugar dentro de nosotros, y estamos por completo alertas, de instante en instante, a todas las implicaciones de esos hechos.
Esto significa no escapar jamás del hecho de que uno sufre, no racionalizarlo ni ofrecer opinión alguna al respecto, sino vivir completamente con ese hecho.
La mayoría de nosotros no está en comunión con nada. No estamos en comunión directa con nuestros amigos, con nuestra esposa, con nuestros hijos.
Para comprender el dolor debemos amarlo, debemos estar en comunión directa con él. Si queremos comprender algo (a nuestro vecino, esposa, o a cualquier relación), si queremos comprender algo completamente, debemos estar cerca de ello. Debemos llegar a ello sin reparo alguno, sin prejuicio, condena o repulsión, debemos mirarlo sin condicionamientos. Debemos estar en comunión con la persona o situación, lo cual implica que debemos amarla.
De igual manera, si queremos comprender el dolor, debemos amarlo, debemos estar en comunión con él. Pero normalmente no podemos hacerlo porque escapamos del sufrimiento mediante explicaciones, teorías, esperanzas y postergaciones, todo lo cual constituye un proceso de verbalización.
Así pues, las palabras y la mente me impiden estar en comunión con el dolor y con todas las cosas.
Por otra parte ocurre que nos habituamos a vivir con el dolor y esto nos impide ser uno con él. Vivir con algo o con alguien y no habituarse a ello requiere una energía enorme, una percepción alerta que impida a nuestra mente embotarse. De igual manera, el sufrimiento embota la mente si nos acostumbramos a él. Y casi todos nos acostumbramos a él. Pero no es necesario que nos habituemos al sufrimiento.
Únicamente si no establecemos relaciones ficticias con el dolor, si somos el dolor, si vemos el hecho de nuestro sufrimiento, entonces todo el tema se transforma, adquiere un significado por completo diferente. Entonces hay atención plena, y aquello que es observado en su totalidad, es comprendido y disuelto; por lo tanto la palabra dolor no existe.

 
EL SUFRIMIENTO HUMANO



El sufrimiento es la manifestación del malestar, de dolor físico o moral. Ataca a los seres humanos en todos los países, en todas las edades y de diferentes condiciones económicas y sociales. El sufrimiento físico puede manifestarse por falta de comodidad, dolores generalizados o por dolores que atacan a cualquier órgano o parte del cuerpo.
El sufrimiento moral, que constituye el objeto del presente trabajo, proviene de acciones más profundas, que incluyen la participación del alma. En verdad, el sufrimiento del alma está siempre presente, tanto en el dolor físico, como en el dolor moral, visto que el alma participa de todos los actos de la vida, y no puede alienarse en los casos que atañe el sufrimiento humano. Así, el sufrimiento del alma está presente en todos los casos de sufrimiento físico, y puede manifestarse por síntomas psicosomáticos de ansiedad, aflicción, miedo, depresión, pánico o desespero.
Puede venir, igualmente, como resultado de enfermedades graves en un familiar o de la pérdida de entes queridos, de bienes materiales o frente a problemas económicos, sociales o afectivos. Puede ocurrir, todavía, frente a sufrimientos de otras criaturas, motivados por catástrofes colectivas, miserias, guerras o agresión que haya hacia los seres humanos.
El sufrimiento del alma puede ser causado por agresiones físicas o morales y se caracterizan por afectar a las personas en su sensibilidad emocional, haciéndolas sufrir. Se manifiesta a través de aflicciones, ansiedad, angustia, miedo o estados de sublevación. El sufrimiento moral tiene una connotación para cada pueblo y para cada persona, de acuerdo con su concepción filosófica, religiosa o cultural, y expresa el sufrimiento del alma. Un ejemplo puede ilustrar esa observación.
Dice la leyenda que, estando San Francisco enfermo, en la cama, fue alimentado con caldo de gallina y, más tarde, supo que el pequeño animal fue sacrificado para servirle de alimento. Encontró que cometieron un sacrilegio, un acto que para la mayoría de las personas es perfectamente natural. En verdad, el concepto moral puede variar en los diferentes países, pero hay un concepto universal de moral, que consiste en no hacer al prójimo lo que la persona no desea que sea hecho para sí misma. Considerando de un modo amplio, para todas las formas de sufrimiento, unas personas sufren más, otras menos, aunque todas sean visitadas, más tarde o temprano, por alguna modalidad de sufrimiento.
Extraído del libro "Enfermedades del alma"
El sufrimiento humano es un misterio, un misterio que se enmarca dentro del misterio de la Redención de Cristo, un misterio para el cual no hay una respuesta como la que esperamos, un misterio al cual Cristo no responde sino que llama para que le sigamos en su sufrimiento y colaboremos con El en la salvación del mundo y el triunfo final de las fuerzas del Bien.
Dicho esto, veamos cuáles son las actitudes que tenemos ante una situación de sufrimiento.
En cuanto aparecen los primeros síntomas de sufrimiento, la tendencia inicial es de oposición y viene entonces una pregunta que nunca falta: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? Y esta pregunta no tiene respuesta-al menos en un primer momento cuando miramos el sufrimiento desde el ángulo meramente humano.
El misterio del sufrimiento es un proceso. Luego de esa oposición y cuestionamientos iniciales viene un momento de impotencia en que algunos recurren a Dios, también preguntándole por qué. Y Dios tampoco responde. La respuesta divina es más bien una invitación, una llamada de Cristo a seguirlo en su sufrimiento ... un misterio. Cristo nos responde desde la Cruz y nos invita a tomar la cruz del sufrimiento.
       Y ante esta invitación, podemos seguir oponiéndonos, actitud que no ayuda, pues la cruz se hace más pesada. O podemos tomar la cruz, imitando a Cristo en su sufrimiento, respondiendo a su llamado “toma tu cruz y sígueme” (Lc. 9, 23). Al principio podemos tomarla con temor, con miedo al sufrimiento, creyendo que la aceptación lleva al agravamiento.
Pero los que han sufrido y han entregado su sufrimiento a Cristo saben por experiencia que, al unir su sufrimiento al de Cristo, enseguida la cruz del sufrimiento se aliviana. ¿Por qué se aliviana? Porque Cristo mismo nos ayuda a llevarla.
       Cristo nos invita a compartir su sufrimiento y al compartir los nuestros con los de Cristo, al unir nuestro sufrimiento al de Cristo, no es que desaparece la causa del sufrimiento, pero nuestro sufrimiento parece diluirse en los sufrimientos de Cristo. También ... un misterio. Pero prueba, prueba si estás sufriendo, trata de entregar y de ofrecer tus sufrimientos a Cristo ... y verás.
Entonces podemos comenzar a entender para qué es el sufrimiento: para colaborar con Cristo en la salvación del mundo y en nuestra propia salvación. Por eso se oye hablar de ofrecer el sufrimiento por alguien, por la conversión de las almas, por la propia conversión.


Así lo hicieron muchos santos, algunos de los cuales al principio también pudieron haberse rebelado. Sabemos que muchos, de hecho, se convirtieron y comenzaron su camino de santidad por una situación de sufrimiento. Así son los caminos y las maneras de Dios: incomprensibles si los miramos con nuestra miopía humana, racionalista, mundana.
El Papa Juan Pablo II en su Carta Apostólica Salvici Doloris, en la que explica el misterio del sufrimiento humano, iba aún más lejos y nos decía que el sufrimiento se enmarca, además, dentro de la lucha entre las fuerzas del Bien y las del mal, y que nuestros sufrimientos, unidos a los de Cristo colaboran en el triunfo final de las fuerzas del Bien (cfr. SD, 26).
       El sufrimiento, entonces, es un misterio, un misterio que se convierte en una invitación de Cristo a seguirle y a colaborar con El en la salvación del mundo y en el triunfo final de las fuerzas del Bien.
Sufrimiento y dolor
Sin proponérnoslo relacionamos el sufrimiento con el mal. Sin entrar por el momento en un análisis profundo, podemos decir que sufrimos porque algo está mal, quizá porque echamos de menos algún bien. De hecho el sufrimiento es probar el mal. Es la impresión de mal en la vida con sus consecuencias negativas. Pues, desde luego, el dolor, por así decir, en sí mismo -sin ser probado- no es ni siquiera posible.
El sufrimiento es lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo, porque de suyo es negativo para la vida pero que por alguna razón padecemos: es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. Algunas veces porque no quiero evitarlo, otras, porque me vale la pena sufrirlo, o, incluso, porque me interesa padecerlo. Se trata, por tanto, del dolor humano, es decir, en el hombre maduro; que es muy distinto del dolor, por ejemplo, animal. El animal únicamente siente dolor, algo le molesta y nada más. No se pregunta, lógicamente, por el sentido de su dolor. Por eso son sólo las personas las que sufren.
Siendo siempre desagradable el sufrimiento, repulsivo, es, sin embargo, variado: tristeza, congoja, ansiedad, angustia, temor, desesperación, dolor físico, etc. En cualquiera de los casos al sufrimiento siempre le acompaña una reacción de huída. Cuando sufrimos nos sentimos mal aunque propiamente el mal sólo afecte a cierto aspecto concreto de nuestro yo, ya sea del cuerpo o del espíritu. Incluso si aceptamos el dolor, por otra parte, deseamos que se pase; y hablamos de desesperación cuando no vemos el fin a un dolor.
Que el sufrimiento es personal también lo notamos en que de alguna forma se siente implicado todo el sujeto, cualquiera que sea la causa dolorosa. De hecho, la persona puede estar triste, angustiada o ansiosa o un dolor físico, pero también decimos que una mala noticia, por ejemplo, nos ha puesto de mal cuerpo. "En efecto, no se puede negar que los sufrimientos morales tienen también una parte «física» o somática, y que con frecuencia se reflejan en el estado general del organismo" (Salvifici Doloris, 6).
¿Pero, por qué hay sufrimiento? ¿No podría ser la vida sin dolor: sin enfermedad, sin violencias, sin desgracias, sin temoresÉ? ¿Por qué hay dolor -sufrimiento- en nuestra vida? Si la vida humana fuera sólo el proceso cambiante de unos elementos -los hombres- que se suceden en el tiempo, como ocurre con los animales y las plantas, el sufrimiento humano sería equivalente a la caída de las hojas en otoño, al agostarse de la hierba por el calor, a la huída del ratón por el acoso del gato o a la agonía de un pez en el anzuelo; algo sin más relevancia que el mal -si se puede hablar así- del momento, algo sin relevancia, intrascendente. El sucederse de las generaciones y la suerte de cada hombre podría compararse al correr incesante del agua por un torrente, cuyas gotas discurren con calma o golpean violentamente aquí y allá -gozan o sufren, podríamos pensar- mientras la corriente fluye. Es una interpretación materialista que no concuerda con la conciencia que solemos tener de la vida con sus momentos mejores y peores.
La Biblia responde, no sólo al por qué de esos momentos humanos y a su sentido; responde también al por qué del hombre mismo y -como decíamos- al origen y al fin de su dolor.
Dice el libro del Génesis -lo recordamos con cierto detalle- que el Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara; y el Señor Dios impuso al hombre este mandamiento:
-De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él, morirás. (...)
La mujer se fijó en que el árbol era bueno para comer, atractivo a la vista y que aquel árbol era apetecible para alcanzar sabiduría; tomó de su fruto, comió, y a su vez dio a su marido que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Y cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó al hombre y le dijo:
-¿Dónde estás?
Este contestó:
-Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté.
Dios le preguntó:
-¿Quién te ha indicado que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer?
El hombre contestó:
-La mujer que me diste por compañera, ella me dio del árbol, y comí.
Entonces el Señor Dios dijo a la mujer:
-¿Qué es lo que has hecho?
La mujer respondió:
-La serpiente me engañó y comí. (...)
A la mujer le dijo:
-Multiplicaré los dolores de tus embarazos; con dolor darás a luz tus hijos; hacia tu marido tu instinto te empujará y él te dominará.
Al hombre le dijo:
-Por haber escuchado la voz de tu mujer y haber comido del árbol del que te prohibí comer: Maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga comerás de ella todos los días de tu vida. Te producirá espinas y zarzas, y comerás las plantas del campo. Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado, porque polvo eres y al polvo volverás
(Gen 2, 15-17. 3, 6-13. 16-19).
Hemos recordado la escena del pecado original, tal y como en narra la Sagrada Escritura, para comprobar que el primer dolor en la vida del hombre, la primera contrariedad, lo atosiga a continuación de la desobediencia: porque han pecado; porque se han opuesto a su Creador; porque le han ofendido, en definitiva. La concupiscencia, el miedo, el dolor físico, el cansancio, y, por fin, la muerte, son consecuencia de la ofensa. El sufrimiento tiene caracter de pena: el día que comas de él, morirás (Gen 2, 17).
Aparte de esta explicación bíblica del dolor, la realidad que experimentamos es que el dolor es una cuestión de hecho. Si alguien no sufre ni ha sufrido nunca, no debe preocuparse, sólo tiene que esperar.
Un sabio y buen amigo me comentaba un día, acudiendo a una apología, que «todos debemos comernos un pollo en la vida: tú estás comiendo ahora la pechuga y los muslos del pollo -me decía-, prepárate para cuando te toquen las plumas y las patas». Se ve que, por entonces, vivía muy cómodamente: sólo hay que esperar... Precisamente por esto -porque el dolor es cosa de todos- es tan importante estar preparados, también intelectualmente: sabiendo mucho de sufrimiento, aunque de momento, casi sólo sea de teoría acerca del sufrimiento. Así nos disponemos para el momento de la práctica.
En cualquier caso, prevenir el sufrimiento y saber acerca de él, como el hecho de "estar sano", requiere mucho trabajo. Hay personas que, por necesidad, obsesión o capricho, asumen esa tarea como un trabajo consciente, y cifran sus afanes en "estar en forma", en cultivar el cuerpo y la psique, o alguna de sus cualidades: el bronceado, el músculo, la silueta, el corazón, la ausencia de colesterol en las arterias, de arrugas en la piel, etc. Es un tarea muchas veces ciertamente trabajosa, y casi siempre una forma más de sufrimiento. Un sufrimiento que se puede llevar muy bien, que se comprende, y que parece razonable aunque cueste, porque se suele apreciar pronto el fruto de ese trabajo. Por eso se trata de un sufrimiento que casi no lo es, pues la quintaesencia del sufrimiento es la falta de sentido en el dolor humano: sufre de verdad el que no sabe por qué. Esto sucede, por ejemplo, cuando el dolor es muy intenso y prolongado o sin esperanza de mejora y sin una visión trascendente de la propia existencia.
Parte de la cultura actualmente dominante incluye pensar que el hombre es capaz de casi todo o que lo será con el tiempo. Con esta mentalidad el dolor humano es inadmisible, si se considera como algo establecido e inseparable de nuestra condición. Estamos en una cultura en la que el sufrir tiene mala prensa, en la que dolor es hoy un dis-valor. Algo de verdad hay en ello, porque a lo que el hombre aspira es a la felicidad. Sólo que la felicidad no es lo mismo que el placer. La felicidad es amor y entrega. Con esa otra mentalidad, muy difundida, que identifica felicidad y placer, se tiende a evitar a toda costa lo molesto. Esa tendencia puede llegar a organizar la vida. El hombre, entonces, se hace débil, cada vez menos resistente al dolor. A alguien así el dolor le puede, pues la experiencia demuestra que el sufrimiento es imposible de erradicar.
"Combatir el dolor está justificado in casu, pero no in genere, por la razón decisiva de que los dolores concretos obedecen a causas contingentes y caen dentro del radio de accion de los medios humanos. Pero la raíz del dolor como tal es honda y está sustraida a la acción humana" (L. Polo. El sentido cristiano del dolor), ya que se relaciona con la comprensión de la vida como don y como ocasión de amar. Por eso "la extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia... La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia no tiene sentido" (A. Polaino, Más allá del sufrimiento). El que por nada del mundo quiere sufrir, no puede vivir.
Con frecuencia, si se habla de dolor es sólo para quejarse o para intentar acabar con lo molesto a cualquier precio; se oculta el fracaso que es no lograr el objetivo buscado (algo normal de vez en cuando si no somos dioses) y se fomenta la ilusión en un mundo sin problemas, en el que viviríamos siempre triunfadores. La experiencia nos demuestra que todo es inútil: no hay, en este mundo, quien acabe con el sufrimiento y se logra el efecto contrario: "una actitud que incapacita para soportar el padecer y aumenta con ello el sufrimiento" (R. Spaemann. El Sentido del sufrimiento). Sufrir puede ser bueno y, como veremos, fuente de gozo. Sólo si se debe a un mal moral, al pecado, siempre es un sufrimiento negativo; el pecado, entendido como tal, siempre entristece.

2. Remedio del dolor humano
Podemos plantearnos diversas formas de remediar nuestro dolor. Quizá pensamos ante todo en la ayuda y el consuelo que pueden ofrecer los demás, pero esto es la segunda parte. El primer remedio para el sufrimiento está en uno mismo, en el que sufre. "La enfermedad -por ejemplo- me es dada como una tarea; me encuentro con la responsabilidad de lo que voy a hacer con ella" (V. Frankl, El hombre doliente). Cualquier circunstancia humana es una oportunidad de bien y solemos admirar a los que muestran la virtud, sobre todo si es en situaciones adversas. Pero el dolor también es ocasión de desmoronamiento para los débiles y los cómodos.
En todo caso, el dolor es tal vez lo que más ayuda a reconocer nuestra condición de criatura y la verdad de nuestra limitación: requisitos imprescindibles para mejorar. Para ello basta sólo con intentarlo sinceramente, poniendo el esfuerzo oportuno y no creerse todopoderoso. Esta actitud parece decisiva para no llevarse chascos y no sufrir demasiado: las posibilidades de no lograr nuestros propósitos son incalculables, porque no somos dueños de todas las circunstancias que intervienen en un resultado final. El fuerte se queda tranquilo intentándolo sinceramente y dispuesto a soportar, en su caso, el dolor del fracaso.
Con mucha frecuencia tenemos grandes ideales pero son costosos, reclaman cierta dosis de sufrimiento. Hay que tener, entonces, un motivo verdaderamente ideal, una razón por la que me vale la pena pasar por "eso que no me apetece": tener paciencia, poner más empeño, renunciar a los propios derechosÉ Esta actitud es lo que llamamos sacrificio. Mediante el sacrificio buscamos, sufriendo, algo superior. Por eso es cierto lo que decía Nietzsche -que a veces llevaba razón-: "cuando un hombre tiene un por qué vivir, soporta cualquier cómo" (Citado en V. Frankl, El hombre en busca de sentido). Es como decir que le vale la pena sufrir; porque, aunque el sufrimiento siempre cuesta, gracias a que soy capaz de sufrir, finalmente logro más de lo que pierdo. Es lo de todos los días: el sacrificio del estudiante por sus calificaciones, el del atleta que se entrena para mejorar su marca, el del enfermo que acepta el tratamiento por su salud, o el cristiano que quiere mejorar su amor a Dios y se propone para ello unos minutos diarios de oración.
La segunda parte del remedio para el dolor es la ayuda al que sufre. El sufrimiento se remedia con sufrimiento. Con un dolor lleno de sentido que es amor, y por eso parece que no duele; porque se atiende más al necesitado que a uno mismo. Lo propio se estima como secundario. Incluso es un dolor que se desea para que se remedie el dolor de otro. El sufrimiento ajeno es la ocasión por excelencia de amar: "el hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo ninguna institución puede de suyo, sustitruir el corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales, y cuando la que sufre es ante todo el alma" (SD, 29).
El Evangelio es la noticia de que la salvación de los hombres es ya una realidad por Jesucristo. El mal y el sufrimiento, consecuencia del pecado, pueden ser abolidos por la vida que nos trae el Señor. "En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la «civilización del amor»" (SD, 30).
Esta visión es totalmente distinta -desde luego- a la del hombre materialista. Este, lo único que puede hacer ante el sufrimiento es poner sus medios -materiales- para prevenirlo y, en su caso, eliminarlo. Nada significa con esta mentalidad la actitud de haber encontrado su sentido.
Nada tiene que ver tampoco con el optimismo evangélico la resignada actitud estoica, según la cual conviene estar dispuesto a la adversidad para no sufrir desengaños, ya que el sufrimiento vendrá en todo caso y lo pasan peor los que contra él se rebelan.
Otros, de corte budista, piensan que todo está en anular la esperanza de felicidad, o que la felicidad propiamente consistiría en no tener deseos, para así acabar de raíz con la posibilidad del desengaño y de buena parte de los sufrimientos.
El hecho innegable es que hay sufrimiento y que parece conveniente mitigarlo en uno mismo y en los demás, siempre que hacerlo no vaya contra el propio hombre, contra la dignidad de su vida. Pero aceptando al hombre como hombre que sufre, que sufrirá necesariamente, es fácil reconocer que lo que debe soportar puede ser ocasión de virtud y de desarrollo personal, de ejemplo estimulante para los demás y, a veces, es una ayuda directa para otros.

3. Amar al que sufre
Nuestra condición de seres inteligentes y sociales, y con capacidad de querer, nos impulsa casi espontaneamente a ayudar a los necesitados. Se tratará de una ayuda humana, que implica a las personas del que da y del que recibe en cuanto tales. No puede tratarse de una asistencia meramente técnica, como si fuéramos vehículos reparables, pues tampoco el que ayuda se limita a aplicar mecánicamente unas "rutinas" previstas. Entre personas el necesitado es una ocasión de amor.
Por esto no se tratará de agradar siempre, de hacer lo que el otro pide, ni de suprimir a toda costa el dolor, sino de ayudarle verdaderamente buscando su bien, algunas veces incluso produciéndole más dolor: "quien bien te quiere, te hará llorar", hay que decir, con el refrán, y hacer no pocas veces. Y, en ocasiones, es necesario mantener el sufrimiento -quizá sólo temporalmente- como lo más conveniente para la persona.
Todo lo cual nos lleva a reconocer una vez más la hondura del problema del sufrimiento, que reclama ser resuelto en su misma raíz. Esto es, que ayudar al que sufre no es sólo resolver lo que le preocupa, que en ocasiones no tiene solución. Si es posible convendrá suprimir el dolor o al menos mitigarlo, pero en cualquier caso sólo resuelve el problema del sufrimiento quien enseña a sufrir, quien ayuda a descubrir el sentido valioso que tiene el dolor humano.
La eficacia técnica y el amor por la persona se reclaman mutuamente para ayudar al que sufre: "el buen médico ha sido siempre amigo del enfermo" (P. Laín Entralgo, La relación médico-enfermo. Cfr. del mismo autor, Antropología médica). El interés por la persona condiciona toda ulterior relación. Concretamente, entre el enfermo y el médico, asegurado el interés, "lo que se exige a este último en segundo lugar es el acto médico, es decir, la lucha contra la enfermedad: esta lucha tiene la forma de la acción de ayuda científica y técnicamente entrenada" (R. Yepes. Los límites del hombre: el dolor), sin que sea suficiente para una correcta atención una presunta buena voluntad carente por otra parte de la eficacia debida.
El que recibe ayuda es claro que está en inferioridad de condiciones y, en este sentido, muchas veces necesita ayudas a fondo perdido: a veces no podrá ni agradecer. Ofrece, diríamos, la ocasión de amar de verdad. Y no resulta difícil alabar al que se molesta por el que sufre, como si descubriera en el dolor ajeno un tesoro con el que enriquece de paso que procura calmarlo. Así decubrimos en el Buen Samaritano a un hombre de gran categoría, aunque perdiera en su acción su tiempo y su dinero, olvidándose de sus cosas por pensar en un desconocido que sufría.
Siendo el sufrimiento de otros una oportunidad para amar, es asimismo una ocasión de ser más grande en la vida. Se trata primero de compasión (padecer con) y luego de acción. Esta acción supone entrega de medios, de tiempo y hasta la entrega de uno mismo: planes, ideales, familia, futuro, inteligencia, voluntad, talento...
Lo malo de los demás, sea físico o moral, es para el cristiano, ante todo, ocasión de ayudar, de restablecer en el que sufre el orden querido por Dios amándole así.

4. Sentido del sufrimiento
El dolor humano es una realidad innegable y además plena de sentido. Pero si el ideal de la vida presente se pone en una vida sin dolor, entonces es imposible entender el sentido. A veces se piensa que el sufrimiento debe por todos los medios evitarse y, si por desgracia sobreviene, sirve, por así decir, únicamente para suprimirlo. Es algo tan negativo para algunos que ni se plantean que pueda tener algún sentido.

El valor que afirmamos del sufrimiento lo afirmamos con Jesucristo que llamó bienaventurados a cuantos lo padecían por pobreza, por hambre, por persecución... (Cfr. Mt 5, 3-11). Más aún, siendo El mismo el Bienaventurado por antonomasia, nos salva sufriendo y nos anima lo mismo, a llevar su cruz (Cfr. Mt 16, 24), para seamos asimismo partícipes de su resurrección. 
 
El que está dispuesto a padecer por vivir según Cristo tiene garantizado el consuelo sobreabundante para su dolor como parte de la vida a la que invita al hombre. Pero el que no está dispuesto a sufrir ni a llorar, como Dios manda, se quedará sin el consuelo divino. No ha de verse en la aflicción una gran desgracia si somos cristianos. Serían innumerables los argumentos revelados que nos animan a un optimismo inquebrantable, si nos decidimos por Dios a lo que cuesta: a la pobreza, al trabajo esforzado, al desprendimiento de los bienes materiales, a la generosidad. Como es sabido, los santos han hecho de la cruz, del dolor por Dios y los hombres, el ideal de su vida.
El dolor es lo ordinario, lo normal en una vida cristiana y como la antesala de la felicidad o, mejor, parte ya de la propia felicidad. Por eso es vital para el hijo de Dios no tener miedo al sufrimiento y no caer en la tentación de pensar se trata de evitarlo a toda costa. Quizá esa actitud caracteriza como pocas al hombre pagano. Para él no tiene sentido una vida de dolor. Pero la obsesión por no sufrir acaba de hecho con la propia vida. "La extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia. Que hoy no se practique masivamente es algo que sólo debe agradecerse a que Hitler la utilizó: sus huellas han producido terror en todo este tiempo. La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia ya no tiene sentido; sólo interesa hacer de ella algo placentero. Cuando eso ya no sucede, lo más lógico es suprimirla" (R. Spaemann. El sentido del sufrimiento). 
 
Con la eutanasia estaríamos, desde luego, en las antípodas del cristianismo. El miedo al dolor no es razón para casi nada. Es actuar así porque si no es peor, moverse por miedo. El miedo se convierte de esta forma en el motor de la vida: el hombre convertido en una bestia de arrastre que tira por miedo al palo. "Hay personas que viven acogotadas por el dolor, llenas de presentimientos desgraciados, que no se atreven a comprometerse o entusiasmarse con algo por temor al lote de dolor que a toda empresa o círculo humano corresponde. Otros, en cambio, necesitan defenderse del sufrimiento olvidándolo, rodeándose de una atmósfera rosa de la que estén ausentes la muerte y la miseria. Son los que se ponen nerviosos cuando se habla de desgracias, de la muerte inevitable, los que necesitan aturdirse con diversiones cuando la guerra es una amenaza cercana" (L. Polo. El sentido cristiano del dolor). Algunos necesitan forzar periódicamente la diversión, si no -incapaces de ver atractivo en el trabajo, en la amistad, en la generosidad..., en lo ordinario de cada día- la vida les resulta insípida cuando no amarga, porque no ven otro atractivo que la juerga.
Estar alegres es en todo caso necesrio, una cuestión de justicia. La alegría es virtud y como tal no falta en el buen cristiano. Su vida cristiana, basta con que sea normal -como la de tantos no famosos- para ser interesante. En esa vida corriente apreciamos la providencia amorosa del Creador que nos ha formado a su imagen y semejanza. Por eso los cristianos nos reconocemos superiores a las demás criaturas del mundo, ante todo, porque sentimos anhelo de Dios. He aquí el dolor último e irremediable de todo hombre. Un dolor gozoso, que sólo puede calmarse con la posesión de Dios, que es más bien dejar que El nos posea para siempre: "Nos hiciste Señor para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti" (San Agustín. Confesiones 1, 1).
Si desapareciera este anhelo seríamos animales que ni sienten ni padecen, con ilusiones sólo inmediatas: a corto plazo aunque sean a años vista, no con deseos de infinito que no pueden calmarse con nada de este mundo. ¡Qué bueno es, por tanto, ese dolor!, pues, como nos recuerda el Jua Pablo II, "el sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea del bien de la salvación eterna" (SD, 26). Por esto, podemos afirmar seguros que el sufrimiento iluminado por la fe es ocasión de alegría. "De esta alegría habla el Apóstol en la carta a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros» (Col 1, 24). Se convierte en fuente de alegría la superación del sentido de inutilidad del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy profundamente en el sufrimiento humano. Este no sólo consume al hombre dentro de sí mismo, sino que parece convertirlo en una carga para los demás (...).
La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre «completa lo que falta a los padecimientos de Cristo»; que en la dimensión espíritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible (...).
Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un sujeto múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del sufrimiento se escribe contínuamente, y contínuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja" (SD, 27). Es la afirmación, paradójica a nuestros oídos, una y otra vez repetida por Nuestro Señor, según la cual el rico de verdad es el que deja todo; sólo tiene motivo de alegría el que ha llorado; para ser fecundo es preciso, como el trigo, desaparecer hasta morir.
Si podemos decir que el sufrimiento es ocasión de grandeza personal es porque Cristo sufrió. Sería verdaderamente absurdo el dolor humano, quedaría en simple fastidio del individuo -como en los irracionales-, si Cristo, Dios y hombre perfecto, no hubiera padecido dolor. Pero Nuestro Señor sufrió todos los dolores, sin perder su perfección y así, siendo Dios, dignificó máximamente el dolor. Además se hizo de su actitud ante el dolor criterio, poniendose de ejemplo y animándonos a seguirle por el camino del dolor. El sufrimiento, entonces, no sólo no es un absurdo para el cristiano, sino que es por Cristo una condición insustituible para la plenitud humana.
Cualquier dolor puede ser para el hombre una Cruz divina y, por tanto, redentora -esa Cruz que invita Cristo a tomar para seguirle-; aunque a veces sea quizá, como lo fue la Pasión y Muerte del Señor en la Cruz, una cruel injusticia. Hay que saber sufrir, también cuando se sufre injustamente. Habrá que evitar el dolor si se puede; pero no librándose simplemente de él, sin fijarse en más; ni a costa de hacer el mal: el remedio del dolor injusto no puede ser sino el amor. Así el dolor es Cruz y la ocasión de amar como Cristo. Se requiere para esto la acción del Espíritu Santo; que, "activo en el hombre, transforma al hombre. Pero, ¿en qué? En Cristo. Es El quien forma a Cristo en nosotros, como lo formó en María" (Ibid.).
El cristiano, transformado en Cristo, ama la Cruz, Voluntad del Padre, y en ella la salvación del mundo. No reniega, entonces, de su dolor, que contempla como realidad engrandecedora, pues le identifica con Cristo por la acción del Espíritu. El momento sublime del dolor es para el cristiano aquel en el que, apoyado sólo en la fe, se siente abandonado del mundo y solo con su dolor. Entonces, aunque también se queja diciendo: ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46), confía a la vez y exclama seguro: en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).
El dolor aceptado es obediencia, un no-entender paradógicamente lleno de sentido, porque se sabe que si Dios permite ese dolor es para un bien. Diríamos que el dolor que se nos presenta sin un sentido razonable, es el lugar por excelencia de la obediencia. Aceptándolo reconocemos a Dios como Sabio y Poderoso; y nosotros, aunque inteligentes, nos consideramos limitados. Tenemos ya pruebas abundantes de su poder y sabiduría: de su divinidad; por ejemplo, en los milagros. Pero "la actividad curativa de Jesús no consistió en sanar a todos los hombres, sino puntualmente a uno o a otro. Su actividad "que sana al mundo" sólo se hace visible de vez en cuando, lo suficientemente visible para que el creyente sepa en Quién cree y por qué" (SD, 27). No es lo que Dios pretende solucionar nuestros problemas, sino inundarnos con su Amor. Para esto hemos de aceptarlo. Para esto quiere que lo aceptemos.
Si el objeto de nuestra vida es amar a Dios, amarle cada vez más; viene a ser lo de menos si logramos o no nuestros objetivos, mientras fomentemos el amor de Dios intentándolo. No es tan decisivo si encontramos muchas dificultades o si sentimos permanentemente la frustración y el dolor: el cansancio, la contradicciónÉ, con tal de que -como Cristo- avancemos nuestros pasos hasta el "Calvario" en la medida de las fuerzas que nos queden. Si, así, caemos definitivamente en el empeño, será que hemos llegado: Dios, que no espera nuestros éxitos, sino nuestro amor, decide en la historia del mundo el momento-meta de cada uno; y, en cierto, sentido todos lo son, pues siempre podemos amarle y cualquiera puede ser el último. No es para el cristiano ninguna circunstancia de su vida sólo un mero trámite. Cada momento tiene "peso específico"; todo lo humano tiene relevancia en Dios, pues continuamente podemos manifestarle nuestro amor; por eso, como decía el Beato Josemaría, "hay que dar a cada instante vibración de eternidad".

5. Un misterio
"El sufrimiento humano suscita compasión, suscita también respeto, y a su manera atemoriza. En efecto, en él está contenida la grandeza de un misterio especifico" (SD, 4). Como misterio, debe ser permanentemente contemplado con perplejidad y con respeto: ante el dolor humano nos encontramos frente a una realidad con vocación sobrenatural, llamada a trascendernos.
Recordemos a Job con su dolor inexplicable. "El es consciente de no haber merecido tal castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia. (...) Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. (...) Job no ha sido castigado, no había razón para infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima" (SD, 11). 

 
Job era un hombre ejemplar en el amor de Dios con independencia de sus riquezas. Satán piensa que su amor es interesado y provoca a Dios: "«extiende tu mano y tócalo en lo suyo (veremos), si no te maldice en tu rostro» (Job 1, 9-11). Si el Señor consiente en probar a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba" (Ibid). El sufrimiento puede ser a veces una oportunidad, no siempre un castigo. Para Job fue ocasión de mayor virtud y gloria ante Dios.
De todos modos, el sufrimiento supone para el hombre mucho más que una ocasión de simple desarrollo personal, aunque no pocas veces también lo sea. Es un misterio que se vislumbra, iluminados por la fe y en la medida en que somos capaces a partir de Cristo: "Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte" (Con. Ecum. Vat. II Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes 22).
El dolor humano se entiende en ciertas ocasiones pero en muchas otras no. Sin embargo, Jesucristo "instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida temporal" (SD, 16). A esos hombres está destinada la Bienaventuranza, la definitiva felicidad.

6. Las crisis de fe
Si no tenemos más referencia de la vida que lo que estamos habituados a contemplar, sin conocer la Revelación que nos anuncia a un Dios Señor del mundo infinito en poder y bondad, el sufrimiento no nos plantea especiales dificultades teóricas; en todo caso, será sólo un problema de hecho cuando algo nos duele.
"La cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente bíblica. Presupone la fe en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene sentido preguntar sobre el sentido del sufrimiento. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: «¿cómo se armoniza ese hecho con la existencia de sufrimiento en el mundo?»" (R. Spaemann. El sentido del sufrimiento).
En la práctica, la existencia del sufrimiento, particularmente la de ciertos sufrimientos que se consideran injustos, es motivo, no pocas veces, de la negación de Dios: "¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido. (...) Esta es una pregunta dificil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por que el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento.
Ambas preguntas son dificiles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo.
Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios. En efecto, si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la existencia de Dios, a su sabiduria, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento parecen ofuscar esta imagen, a veces de modo radical, tanto más en el drama diario de tantos sufrimientos sin culpa y de tantas culpas sin una adecuada pena. Por ello, esta circunstancia -tal vez más aún que cualquier otra- indica cuán importante es la pregunta sobre el sentido del sufrimiento y con qué agudeza es preciso tratar tanto la pregunta misma como las posibles respuestas a dar" (SD, 9).
LAS CAUSAS DEL SUFRIMIENTO HUMANO


    por Dra. Susana Zugman


Todos deseamos ser felices y no sufrir. ésta es la motivación básica del ser humano de todos los tiempos. Veamos cuáles son las "verdades" en las que nos basamos para lograr ese objetivo.

Partimos de la convicción que "existo yo", existen, "los demás", y existen "las cosas". Así, separadamente y en ese orden de importancia, primero "yo".
Que la felicidad se basa en: no morir, no enfermarnos, no envejecer, ganar y no perder; tener trabajo, creatividad, amor, la felicidad de nuestros hijos, ganancia económica, éxito.
Sentir placer (que para nosotros es "recibir algo gratificante del afuera") y no displacer; obtener todo lo que nos gusta y que no suceda lo que no nos gusta, lograr siempre elogios y no desaprobación, tener poder, dinero, bienes materiales, pareja, hijos, conocimientos, todos como "objetos" para poseer u objetivos para lograr.
Simultánea o alternativamente, deseamos todo. Pero no lo logramos. O muchas veces, cuando obtenemos algo, no nos resulta suficiente, o lo perdemos, o padecemos esa sensación de insatisfacción porque se termina el deseo. Intelectualmente pensamos que todo no es posible, pero no es así como sentimos porque lo que nos domina es lo que deseamos y no lo intelectual.

Hace 2500 años el Buda, al observar que por ser cuerpos y mentes sintientes perecederos todos sufrimos porque nos duele nacer, enfermarnos, envejecer y morir, se preguntó porqué el ser humano desea vivir.
A estos sufrimientos de causa corporal le debemos agregar una lista interminable, porque las condiciones humanas muchas veces son intolerables, o porque vivimos luchando por conseguir nuestros objetivos egocéntricos y la realidad no satisface nuestros deseos.
En su búsqueda de una liberación del sufrimiento para la humanidad, el Buda descubrió cuál era el error perceptivo e ideológico fundamental que motiva el modo de pensar, de sentir y de actuar del ser humano, que desde un tiempo inmemorial resulta indefectiblemente en daño y padecimiento para sí mismo y los demás.

La equivocación básica es ver y creer que la realidad es "material", personas y objetos separados entre sí. Todo lo que llamamos "existente" lo vemos así. Creemos también que lo que separa las cosas es espacio vacío, "diferente" de lo material. Y que "lo espiritual" no es espacio ni materia, sino un "tercer factor", un poder externo y superior, en el que tenemos que creer ciegamente pues es imposible de conocer directamente.

Esta visión nos motiva el miedo a morir, a las pérdidas y a la soledad, es la raíz de la tristeza y la insatisfacción, nos hace esclavos de cosas materiales, indiferentes a todo lo que no es "yo" o "mío", indolentes al sufrimiento ajeno y somos éticos por temor al castigo divino.

El sufrimiento es una experiencia personal. El de causa concreta o física, o el de causa mental-emocional, es sufrimiento si es una experiencia mental-sintiente. Sin mente que percibe, no se sufre.
Si creemos que somos exclusivamente seres separados y nos centramos en existir y desear siempre lo mejor para nosotros y sin cambios, el sufrimiento se presentará siempre en nuestras vidas, porque todo cambia y nada permanece. Inevitablemente sufriremos enfermedad, envejecimiento y muerte.
Aunque logremos algunos objetivos deseados (amor, bienes, éxito, hijos), no es posible retenerlos, son perecederos. Además también cambian nuestros sentimientos por las "adquisiciones": muchas hoy las queremos, mañana no.

Sumado a esta "realidad inevitable", al creernos totalmente seres separados, cada uno de nosotros se identifica con ser el sujeto central, en forma egoísta nos importa sólo "lo mío y los míos". Miramos todo lo demás localizándolo afuera, seguimos los dictados de nuestros deseos ego-céntricos y separados de los otros seres sintientes, del entorno, de la naturaleza; somos indolentes al padecer ajeno y realizamos acciones que son equivocadas, hacen daño y resultan siempre en
sufrimiento para nosotros y/o los demás.



Sin entender, percibir y vivir desde una visión de pertenencia a una totalidad indivisa, integrando y amando todo, uno y los demás, sensibles a los efectos de nuestros sentimientos y acciones en nosotros y los otros, y todos los tiempos (pasado, presente y futuro), no hay salida para el sufrimiento humano.

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